Venimos del Padre y a El volvemos

VENIMOS DEL PADRE Y A ÉL VOLVEMOS

(Jn 16, 26-28)

Estos últimos momentos de nuestra reflexión vamos a emplearlos meditando sobre un tema maravilloso, que nos llena de esperanza. Y es sobre nuestro ingreso y nuestro fin en este mundo. Cuando alguien me pregunta de dónde soy, yo le contesto: vine del cielo y al cielo regreso. Pero es mucho mejor decir, vine del Padre y regreso al Padre. Esto mismo decía Jesús: “Salí del Padre y vine al mundo, de nuevo dejo el mundo y regreso al Padre” (Jn 16,28). Esta sola frase resume el misterio de su Persona. En efecto, dice la Palabra que “El Verbo estaba junto a Dios” (Jn 1, 1). Pues existía antes de todas las cosas. Y existía junto al Padre, es decir, tiene una relación de intimidad con Él, tan grande que tiene la misma naturaleza con El. Salí del Padre: es el misterio de su Encarnación, la Palabra se hizo carne; ahora vuelvo al Padre: resucitado y glorioso lleva los trofeos de su victoria: el pecado destruido, la muerte vencida, la vieja ley de Moisés superada, deja a los hombres los sacramentos, su Iglesia, la salvación.

El hijo pródigo regresa al padre

Nuestra vida en la tierra es un camino de regreso a Dios. Tenemos la misma vocación de nuestro hermano mayor Jesús: “salí del Padre y regreso al Padre“. Es lo que le pasó al hijo menor de la parábola: se fue de su casa, de su padre, pero felizmente regresó a su casa, se encontró con su padre, que le devolvió su plena dignidad de hijo: “el padre dijo a los criados: traigan enseguida el mejor traje y vístanlo; pónganle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traigan” (Lc 15, 22).

La escena del encuentro del muchacho con su padre es todo un ritual solemne, íntimo. Todos los detalles están cargados de simbolismo. Las sandalias eran una prerrogativa de los hombres libres; el anillo significaba la transmisión de los poderes; el vestido era signo de la propia dignidad., la vestidura de la salvación. Ya todo estaba nuevamente rehecho. Había recobrado la dignidad perdida de hijo. Su padre le había otorgado el perdón y le había dado un recibimiento amoroso, tierno. Era nuevamente hijo con todos los derechos. Hay toda una reconstrucción a todos los niveles. Vuelve a ser hijo. Ahora está lleno de gratitud, ya no le interesan las cosas, sino solo su padre. Ni se da cuenta del banquete que están celebrando por la alegría y enajenamiento de estar nuevamente, definitivamente con su padre.

Y es que el perdón del padre es mayor que todo, es anegarse en su amor, sin pensar en castigos, en pérdida de herencias, en fiestas y en regalos, o en otras cosas, aunque sean maravillosa. El perdón significa más que cualquier otro don. Significa volver a gozar de la presencia y compañía de su padre. El perdón del Padre es anegarse en su amor. Con el perdón que recibe siente el infinito amor de su padre. Ahora se siente como si el mundo comenzase de nuevo para Él y todo por su Padre, por su amor expresado en ese perdón tan incondicional.

Regresar al Padre es perdonar

El perdón es la otra cara del amor. El Señor nos perdona porque nos ama. El Padre, océano infinito de amor y de misericordia, nos ha llenado con su perdón, para que aprendamos así a perdonar, a ser como Él. El perdona sin límites, perdona siempre, porque ama. Esta misma misión confió a los suyos, como regalo de su resurrección: “Jesús les dijo otra vez: como el Padre me envió, también los envío yo. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos” (Jn 20, 21-23). El Padre, porque es amor misericordioso, perdona siempre al que se arrepiente y le pide perdón de su pecado. Recibir su perdón es volver a los brazos amorosos de nuestro Padre celestial, es recibir su afecto, sus besos, su amor infinitamente reconstructor.

En el discurso de la comunidad: capítulo 18 del Evangelio de Mateo, donde el Señor da instrucciones a sus discípulos acerca de las actitudes necesarias para vivir una vida comunitaria, el amor se llama perdón y que aquí n75uy75itener que hablar de la comunión entre los hermanos, del amor entre los miembros que forman una comunidad, habla de la comprensión, de la misericordia y del perdón de las ofensas que ha de presidir las relaciones de los cristianos entre sí. El perdón es el gran signo del amor. En vez de hablar en este discurso del amor incondicional necesario para construir la comunidad, se habla del perdón sin límites fruto de un amor sin límites. Termina el capítulo narrando la parábola del hombre que no quiso amar a su compañero ni dejarse amar por él, es decir, que no quiso otorgar el perdón. En la comunidad amar es aprender a perdonar, hacer la escuela para aprender a otorgar el perdón, para dar en cada momento, si fuese necesario, el perdón. Por eso habla de la actitud de perdón continuo y de corazón, de otorgar un perdón incondicional todas las veces que sea necesario: “setenta veces siete” (Mt 18,21-22), es decir, perdonar siempre. Y a continuación el Señor, hablando del amor y del perdón, ilustra su respuesta a Pedro con una parábola de tremendo dramatismo y dureza. Pone el ejemplo del siervo que tiene una doble medida, pide el perdón y lo obtiene, pero no quiso perdonar a un siervo, compañero suyo (Mt 16, 21-35). El Padre, grande en misericordia, nos ha perdonado gratuitamente nuestras deudas, cada día nos perdona, cuando vamos arrepentidos a su presencia. La convivencia comunitaria crea roces, ofensas, daños. De pronto no nos han ofendido, sino que somos suspicaces o muy sensibles. Y nos cuesta perdonar, y más bien queremos vengarnos, ser inflexibl75uy75icazremos que Dios nos perdone siempre, pero yo no perdono siempre. Lo que yo hago a los demás nunca es tan grave, siempre tiene excusas. Lo que los otros me hacen a mí siempre es grave, imperdonable, sin excusas.

Perdonamos porque amamos

Nos alejamos del Padre cuando rompemos con los hermanos, cuando se enfrían nuestras relaciones con ellos, cuando nos tornamos indiferentes, duros, falsos, rigurosos, ofensivos, injuriosos. Alejado de Dios, al hombre le cuesta perdonar, le es muy difícil perdonar. Por inclinación natural el hombre tiende a la venganza, al “ojo por ojo y diente por diente”. Así lo muestra el canto de Lamec: Si la venganza de Caín valía por siete, la de Lamec valdrá por setenta y siete” (Gen 4,24), tiende espontáneamente a la violencia, no al perdón. Para poder perdonar necesita regresar al Padre, recibir de Él su insuperable amor: amor a Dios y amor a los hombres, tener un corazón misericordioso, como lo inculcaba Jesús a sus discípulos: “Sean misericordiosos, como el Padre celestial, su Padre, es misericordioso” (Lc 6,36). Es tan importante, saber perdonar, tener misericordia, que Jesucristo lo elevó a una bienaventuranza, a una cualidad de la vida cristiana que santifica y que lleva al cielo: “bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).

Nuestro regreso al Padre significa amar como nuestro Padre ama; ser buenos como nuestro Padre es bueno; ser misericordiosos como el Padre es misericordioso; ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. Para este regreso, necesitamos matricularnos de por vida en la escuela del amor de Jesús y a su lado aprender lo que significa dejarnos llenar de la presencia y del amor del Padre, amar a los hermanos en nues75uyiones diarias. El Padre nos llena de su amor y su misericordia: de tal modo nos amó el Padre “que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). La prueba del amor del Padre y de su perdón es la entrega que nos hace de su Hijo, como expiación de nuestras ofensas inferidas a El. Entregó al Hijo para salvar al esclavo, al pecador. Sí, en verdad su amor, su misericordia y su compasión para con nosotros son infinitos.

Una de las primeras comunidades cristianas, la de los efesios, cuando se exhortaban a vivir la vida nueva en Cristo, es decir la vida del Resucitado, se decían unos a otros: “sean más bien unos para con otros bondadosos, compasivos, y perdónense los unos a los otros, como Dio s los ha perdonado en Cristo” (Ef 4,32).

Es tan especial el perdón del Señor que no solo ha perdonado nuestros pecados con su muerte redentora sino que, estando en el tormento, clavado en la cruz, suplicó a favor nuestro con infinita ternura a su Padre: “Padre,, perdónales, ellos no saben lo que hacen” (Lc 23,34). En verdad así obran los verdaderos hijos del Padre celestial: se esfuerzan en vivir el ejemplo del hermano mayor.

El perdón que damos nos hace vivir en el amor, nos hace vivir como hijos, nos hace vivir permanentemente en presencia y en compañía con nuestro Padre Dios. Así nos lo recuerda san Juan: “Dios es amor y el que ama permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 16). Ya en la tierra regresamos, estamos con el Padre cuando, perdonamos, cuando amamos. El amor nos asegura que amamos, y el amor nos asegura la presencia del Padre. Por eso, siempre que entregamos amor a un hermano estamos en compañía con el Padre Dios.