VIVIENDO EN EL PADRE

VIVIENDO EN EL PADRE

(Lc 3, 22; Jn 17, 21; Jer 31, 31-34; Ez 36,26,28; Hech 2,1-47)

Les invito a iniciar una reflexión sobre cómo entramos a vivir la vida del Padre y nuestra participación en ella. Es una reflexión que nos ayudará a vivir mejor nuestra vida de hijos junto con nuestro Padre del cielo. Iniciamos nuestra vida de hijos del Padre con la recepción del sacramento del Bautismo. No podemos tener miedo a insistir en la bondad y misericordia de nuestro Padre Dios. En efecto, cambiamos de mentalidad, de forma de proceder y fácilmente nos convertimos, cuando nos descubrimos amados por el Padre a pesar de ser pecadores. Desde el día de nuestro Bautismo los divinos Tres han puesto su morada en nuestro corazón. Hace falta acudir permanentemente y, ojalá, todos los días a estar con ellos, a saludarlos, a comunicarnos y a dejarnos llenar de su amor.

Inicio de la vida con el Padre

El Padre es quien nos hace sentir su voz, llamándonos sus hijos para que nos sintamos así y obremos como tales. En efecto, al salir de la sagrada fuente somos hechos cristianos, es decir, hijos del Padre Dios. En ese momento cada bautizado vuelve a escuchar la voz del Padre, que un día fue oída a orillas del río Jordán: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Lc 3,22). Por amor del Padre somos asociados y unidos estrechamente con Jesús mediante el Bautismo.

El Bautismo inicia en el creyente una vida de hijo del Padre Dios. De hijo de pecado, es transformado, y es acogido en la familia divina como hijo de Dios. Esa gracia, que poco pensamos en ella, es fruto de la misericordia del Padre para con nosotros.

El mismo Espíritu Santo, que recibimos en el santo Bautismo, nos asegura que somos hijos de Dios (Rm 8, 16). Dejamos de ser esclavos del pecado, de Satanás y hemos sido hecho hijos del Padre para siempre. Y así como el Espíritu del Hijo grita Abbà, nosotros también lo podemos hacer. La palabra que Jesús pronunció en su lengua original, en arameo, esta joya que la primera comunidad cristiana nos conservó sin traducirla, el mismo Espíritu del Hijo la pronuncia en nuestro corazón y hace que podamos pronunciarla profundamente conmovidos. Y esta subidísima palabra revela la esencia misma de nuestra relación con el Padre.

Después de nuestro Bautismo tenemos que reproducir en nosotros los rasgos, la imagen de su Hijo, ser conformes a su voluntad. Todo lo anterior se puede realizar porque hemos recibido el Espíritu Santo que nos hace permanentemente hijos, para que nos sintamos así y obremos como tales.

La alegría de saberse hijo de Dios

Hay una alegría especial que tiene que suscitarse en el corazón de todo creyente al saberse amado por el Padre, que no dudó en sacrificar a su Hijo Jesucristo, para salvarlo. Es maravilloso tomar el siguiente texto como si fuera una piscina climatizada y hundirse en él dejándose saturar. Dice: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

Es particularmente importante que todos los cristianos seamos conscientes de la extraordinaria dignidad que nos ha sido otorgada mediante el Bautismo, cuyas aguas regeneran al hombre y a la mujer otorgándoles la dignidad de hijos de Dios, viniendo a ser de este modo hermanos de Cristo, llegando a alcanzar una unión con Él como la que Él tiene con el Padre. Unión que se produce gracias al Espíritu Santo. Por eso, la unión fraterna es reflejo maravilloso y misteriosa participación en la vida íntima del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, como viene expuesto en la parábola de la “vid y los sarmientos” (cf. Jn 15, 5; 17,21).

Si el Espíritu permanentemente grita en nosotros ¡Abbà! ¡Padre! Esta misma es nuestra misión y nuestro gozo permanente, poder pronunciar en todo momento con El la misma palabra “Padre!”. Cuando esto hacemos podemos percibir todavía mejor la presencia del Espíritu Santo, que une el “Yo” del Padre, con el “Yo” del Hijo para que lleguemos a ser el “nosotros” de la comunidad trinitaria, en la que somos unidos, de hecho por el Espíritu Santo. Es este el verdadero ser de hijos, poder vivir entre todos nosotros, hijos del Padre, una vida de hermanos, la vida de la comunidad.

El corazón nuevo

El Espíritu de Cristo, al venir al creyente, a través del Bautismo, de los otros sacramentos, de la Palabra y de los demás medios a su disposición, en la medida en la que es acogido y secundado, es decir, en la medida en que obedecemos a su mociones, es capaz de cambiar en nuestro interior lo que nosotros solos somos incapaces de cambiar. Si el hombre por el pecado tenía clavado en el fondo de su corazón un “sordo rencor contra Dios”, ahora el Espíritu nos atestigua que el Padre le es verdaderamente favorable y benigno y, en su amor, no se ha reservado ni a su propio Hijo. El Espíritu lleva al corazón del hombre el amor de Dios y lo llena de Dios, de amor (cf. Rm 5,5). De esta forma, el amor del Padre viene a ser la vida nueva del creyente.

El Espíritu hace nuevo el corazón

Quiero proponer a su reflexión un proceso un poco amplio, pero que nos ayuda a entender mejor la novedad que hace en nuestro interior el Espíritu Santo, haciendo nuevo nuestro corazón. Es un proceso que se inicia con el profeta Jeremías, se aclara un poco con Ezequiel y llega a su plenitud en Pentecostés. Dice así el Profeta Jeremías: “Esta será la alianza que yo pactaré con la casa de Israel en aquellos días: pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33). El profeta habla, en su profecía reina, de una Alianza nueva que hará el Señor con su pueblo. La alianza anterior había sido violado permanentemente por el pueblo, la nueva no será ya más violada.

Veinte años más tarde profetiza Ezequiel y hace, con su profecía, la mejor exégesis del texto de Jeremías, hablándonos de que el Espíritu Santo cambiará el “corazón de piedra” de su pueblo, por un “corazón de carne”, con un corazón que ame. Este es el texto del profeta Ezequiel: “Os daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un corazón nuevo. Infundiré mi Espíritu dentro de ustedes y haré que se comporten según mis preceptos” (Ez 36,25-27). En vez de hablar de “ley” –término que podía ser mal entendido, pues una ley es exterior al hombre-, habla de “espíritu”; mostrando así que la “ley” de que habla Jeremías, es el “espíritu de Dios”, principio interior que capacita para vivir una vida nueva de comunicación con Dios y con los hombres, cambiando el corazón del hombre para que produzca frutos de santidad.

El cumplimiento de la profecía de Jeremías, precisada por Ezequiel, tiene lugar en Pentecostés, según Lucas, con la efusión del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes. Pentecostés conmemoraba el momento en el cual, 50 días después de la salida de Egipto, Yaveh había dado a su pueblo en el monte Sinaí el don de la Ley, estableciendo con ellos la primera alianza. En el nuevo Pentecostés, acontecimiento que tiene lugar 50 días después de la Pascua de la Resurrección del Señor, es dado a los creyentes el Espíritu Santo, el Espíritu de la Nueva y definitiva alianza. Rsumiendo, la Nueva Alianza es para Jeremías una Ley interior, para Ezequiel es espíritu, para Lucas es el Espíritu Santo, dado en Pentecostés.

Juan Pablo II, en la Veritatis splendor, 45, citando a santo Tomás, dice que “la Nueva Alianza es el Espíritu Santo”. El cambia realmente la situación del hombre. Y el Espíritu Santo nos da la capacidad y la fuerza de vivir el mandamiento del Amor, es decir, de vivir permanentemente la vida de hijos del Padre. El amor, que ya existía como precepto en el Antiguo Testamento, se convierte en vida interior de los creyentes por el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo. Por es dirá la carta a los Romanos: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). El Espíritu Santo ha hecho su ingreso en el corazón de los creyentes, capacitándonos así nuevamente para comunicarse con Dios llamándolo “Padre”, hasta lograr la comunión con Dios y con los hermanos.

El Espíritu Santo nos hace comunidad

El Espíritu Santo a quienes nos ha hecho hijos del Padre, nos hace vivir vida de hermanos, vida de fraternidad, vida de comunidad. Así aparece en el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando nos describe la comunión que han alcanzado algunos creyentes después de recibir el Espíritu Santo. Detengámonos en dos pasajes clásicos. Primero: “todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común“. Este pasaje sigue la efusión del Espíritu Santo narrada en 2,4; segundo: “la multitud de los creyentes no tenían sino un solo corazón y una sola alma” (4, 32). Este pasaje sigue a la efusión narrada en 4,31. Solo los hijos del Padre se dejan guiar por el Espíritu Santo y producen frutos de fraternidad, de comunión relacional entre ellos.