Al señalar los sufrimientos del Señor, que ha querido ser por nosotros el despreciado, el último de los hombres, el hombre de los dolores que conoce el sufrimiento, las ceremonias pascuales invitan a morir al pecado, a suprimir el viejo fermento…, el fermento de la malicia y de la iniquidad para convertirse en nueva criatura. Si Aquel, que es Hijo de Dios por naturaleza, ha querido hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, nosotros, a los que El ha hecho hijos de Dios por la gracia, tenemos el deber de imitar y reproducir sus actos. El hecho de pertenecer al Cristianismo nos hace participantes de este misterio de muerte espiritual con Cristo, según la exhortación del Apóstol, que Nos complacemos en repetiros: ¿Acaso no sabéis que todos cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en la muerte de El? Pues junto con El hemos sido sepultados por el Bautismo en la muerte; a fin de que, como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva… Que ya no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal.
Nuestra Pascua es, por lo tanto, para todos, un morir al pecado, a las pasiones, al odio, a las enemistades, a todo cuanto es fuente de desequilibrio, de amargura y de tormento, en el orden espiritual y en el material. Porque esta muerte no es sino el primer paso hacia una meta más elevada, porque nuestra Pascua es, además, un misterio de vida.
Debemos afirmarlo con la misma seguridad de los Apóstoles; y vosotros, amados hijos, debéis estar convencidos de ello, como del más bello tesoro, único que puede avalorar y tranquilizar la cotidiana existencia: el Cristianismo no es aquel conjunto de obligaciones de que habla tan a la ligera quien no tiene fe: pero es paz, es alegría, es amor, es vida que sin cesar se renueva, como el secreto germinar de la naturaleza en el comienzo de la primavera. La fuente de esta alegría está en Cristo Resucitado, que libera a los hombres de la esclavitud del pecado y les invita a ser con El una nueva criatura, en espera de la eternidad bienaventurada. Con qué penetrante fuerza resonarán dentro de poco las palabras de la Epístola de la Misa: Luego si habéis resucitado con Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Puesto que habéis muerto, y vuestra vida ya está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, entonces también os manifestaréis vosotros con El en la gloria.
[Juan XXIII. Mensaje de la Pascua de 1959, nn. 4-5]