LA REACCION DEL HIJO MAYOR

LA REACCIÓN DEL HIJO MAYOR

(Lc 15, 28-30)

El hijo mayor se enojó y no quiso entrar. Su padre salió a suplicarle” (Lc 15,28).

Les propongo que iniciemos una reflexión sobre la reacción del hijo mayor ante la fiesta que el Padre celebra, invitando a todos los de su casa, por la resurrección del hijo menor. Posteriormente podremos personalizar las reacciones del hijo mayor, pues en nuestra vida todos tenemos actitudes de los dos hijos. De todos modos, la pintura que hace Jesús del hijo mayor, es la de un fariseo clásico. Pienso que, cuando Jesús describe el modo de ser del hijo mayor, está describiendo, también, las actitudes de muchos religiosos y sacerdotes y de algunos hombres y mujeres “piadosos”, con actitudes más del hijo “fiel”, que del hijo menor. Imploremos, por tanto, la luz del Espíritu para que logremos descubrir si en nosotros se encuentran esas actitudes ocultas, disimuladas, que pueden estar obstruyendo nuestra relación con Dios y nuestra vida de relación amorosa y delicada con los hermanos.

Los dos hijos de la parábola son dos prototipos de la humanidad que se reproducen con celeridad. Muestras de ambos se van repitiendo a través de la Biblia, y en la vida de toda sociedad, también, de la nuestra. Pensemos en Caín y Abel, Esaú y Jacob, José y sus hermanos, en el hijo mayor y el hijo menor, en el fariseo y el publicano, en los dos crucificados a lado y lado de Jesús. En el AT esos prototipos tienen nombre; en el NT, aparecen sin nombre. Para que cada quien los descubra personalizados en sí mismo, en algunas de sus actitudes y así le ponga nombre propio a cada uno de los diferentes prototipos. Todos, hombres y mujeres, quién más, quién menos, vivimos las actitudes del hijo “pródigo” y/o las actitudes del hijo “fiel”. También a sacerdotes y religiosos nos resulta familiar la confesión del fariseo de la parábola del evangelista Lucas: “gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres: ladrones, adúlteros, injustos” (Lc 18,11); confesión semejante a la del hijo “fiel” de nuestra parábola, que se expresó en términos parecidos: “no he desobedecido jamás tus órdenes, ni he malgastado tu patrimonio con prostitutas“.

Una clave de vida espiritual para el cristiano, como termómetro de la propia fe, está en saber descubrir en el hermano el bien, en otorgar el perdón que él nos exige. La alegría que se experimenta por el bien del otro es un indicador infalible de la fe, del amor personal. El Padre celestial siente más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión. Pero el hijo mayor no quiere aceptar que su hermano se haya convertido, que su hermano se salve. Por eso no entiende el porqué de la fiesta que el padre de la parábola ofrece en honor de su hijo que ha regresado.

Dos modos contrapuestos de actuar

Reflexionemos comparando los siguientes dos textos de nuestro relato: “El hijo mayor se enfadó y no quiso entrar” (v. 28); “el padre, entonces, salió a suplicarle” (v. 28). Aparecen aquí dos situaciones antagónicas, por la actitud que anima al padre y al hermano mayor. El hijo, cerrado, porque es incapaz de amar, y el padre, abierto por su corazón rebosante de amor. Surgen así una cantidad de modos de actuar que muestra la parábola en los dos personajes.

Con la primera frase “se enfadó y no quería entrar“, además de su terquedad y cerrazón, se nos descubren mundos, hasta el momento, inexplorados en el hijo fiel y cumplidor, y talvez ni siquiera conocidos por él mismo. La información del criado hizo estallar la ira del hijo mayor, y ¡qué clase de ira! No quería recibir a su hermano. Reacciona con rabia donde el padre había expresado compasión y alegría. ¿Qué hay en ese muchacho que le hace explotar en esa forma tan refinada de desamor? Se trata de un corazón que no ha dejado penetrar el amor, y, por lo mismo, no ha podido entrar todavía en la lógica de la misericordia. Ha brotado una fiera, que hasta entonces vivía agazapada en su interior, pero que ante un estímulo poderoso ha salido al exterior, sembrando destrucción, matando en su corazón a su hermano. La envidia se ha despertado en el corazón del mayor, y le ha hecho explotar en una forma desacostumbrada. Ha matado necesariamente la alegría, ha hecho aparecer sentimientos hostiles de aversión, venganza, destrucción. Ha hecho a ese corazón nulo para el amor, la alegría. Por eso es incapaz de participar del gozo que ha causado el regreso a casa del hijo perdido. Según su mismo testimonio: nunca ha podido celebrar una fiesta con sus amigos.

El menor, de disoluto y perverso, ha pasado a ser redimido, se ha convertido y su padre ha celebrado una gran fiesta en su honor. ¡No puede ser! ¡Esto es una injusticia! ¡Yo acabo con ese hermano! Por eso, se enfada y no quiere entrar a la fiesta, no quiere tomar parte en la alegría que debería ser también suya por haber recuperado al hermano sano y salvo. No le interesa para nada la relación amorosa con su hermano: la envidia ha realizado esa destrucción. Ha matado a su hermano y otro tanto quiere que haga el padre. Para él ha muerto ya el hermano menor y en vez de fiesta, por haberle recobrado vivo, quiere celebrar los funerales. El hijo mayor está encarcelado en sí mismo, no llega a ver más allá del horizonte de su propio yo, de sus propios esquemas egoístas. Está recluido en su yo, y no quiere abrirse al amor, menos al perdón.

Por una mezcla de envidia, celos, resentimiento, desamor, no puede entrar en la casa familiar. Se ha empecinado en su modo de juzgar al hermano. Su pasión le lleva desde una susceptibilidad enfermiza y unos celos morbosos, hasta una testarudez que le impide ver más allá de sus propias ideas falseadas. Y a pesar de esto se cree fiel.

Jesús está describiendo, también, en el hijo mayor la hipocresía de los fariseos. Es esta la acusación más insistente que Cristo lanzó contra los fariseos. Sólo en el capítulo 23 de san Mateo Jesús repite ocho veces “fariseos hipócritas”. Por eso, nos dice a todos: “guárdense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía” (Lc 12,1). Y es que a los fariseos lo único que les importa es la apariencia, el aspecto exterior. Aunque su corazón esté corrompido, lo único que les interesa es lavarse escrupulosamente las manos, apareciendo amantes de la limpieza. No importa que su interior esté lleno de podredumbre, con tal que su fachada, su exterior aparezca luciente, brillante. Les interesa la ostentación, mantener una reputación social aunque no corresponda a la verdad. En frase de san Juan de Ávila, “Tienen el cuerpo de rodillas y el alma tiesa”. Pero es terrible, pues el fariseo no se contenta con representar ese papel hipócrita ante los hombres, sino que lo hace también ante Dios. En cambio los sentimientos del padre son de perdón, jamás de venganza; son de amor, jamás de odio; son de vida, jamás de muerte.

Morir a nosotros mismos y resucitar a una vida fraterna no es fácil, pero es absolutamente necesario para ser discípulo de Jesús. No es un aspecto opcional o secundario, sino condición indispensable de todo cristiano. No podemos cumplir el Mandamiento Nuevo: “amar a los demás como Jesús“, a menos que hagamos morir en nosotros mismos el “yo”, nuestro egoísmo.

Los cristianos estamos llamados a entregar el amor más grande que se puede tener: “dar la vida por el amigo”. Esto forzosamente significa morir a nosotros mismos. Por eso, Jesús nos presenta el morir a nosotros mismos, como un requisito necesario si queremos ser sus discípulos.

Necesito, por tanto, desde la humildad, aprender a salir de mi mismo, de mis propios esquemas, liberarme de mis propias ideas egoístas, y encaminarme hacia el otro, orientarme radicalmente hacia Dios, hacia el hermano, hacia el amor. Tengo que dejar de vivir solamente para mí y mis deseos; llegar a ser una nueva criatura, con un corazón nuevo, con una nueva manera de pensar y de actuar, con un nuevo espíritu, con una nueva capacidad de amar. El hijo mayor, encarcelado en sí mismo, no llega a ver más allá del horizonte de su propio yo, de sus propios esquemas egoístas.

Salir de sí mismo

En la segunda frase dice que “entonces, el padre salió a suplicarle. Aparece nuevamente la actitud amorosa del padre. Así como había salido al encuentro del hijo menor, de la misma manera sale ahora al encuentro de su hijo mayor. Es el estilo amoroso, acucioso del padre. Es un gesto extraordinario con el hijo mayor, intentando hasta lo imposible por atraer al hijo y hacerlo salir de su cerrazón El amor le hace estar abierto a sus hijos, a pesar de las faltas que tengan, a pesar de las rebeldías, a pesar de la dureza de sus corazones. Y para él no hay hijo bueno ni hijo malo, simplemente son sus hijos.

Sorprende la respuesta del hijo mayor al padre que, suplicante, le invita a entrar al banquete: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. Pero ahora que regresa ese hijo tuyo, que ha gastado tu dinero con prostitutas, haces matar para él el ternero cebado” (v.29-30).

Aparece primero la actitud amorosa del padre. Así como había salido al encuentro del hijo menor, de la misma manera sale al encuentro de su hijo mayor. Es el estilo amoroso, acucioso del padre.

Los dos versículos, en boca del hermano mayor, se refieren a él y a su hermano. Aparecen allí dos polos opuestos de una conducta religiosa. Con qué facilidad el mayor se compara con el pequeño, llamándolo libertino y teniéndose él como un intachable, como el que nunca ha cometido una falta. Se presenta como modelo de amplia, excesiva obediencia. ¡Hace ya tantos años”! Esa obediencia es fidelidad o ¿es tan sólo algo exterior, cumplimiento de un contrato laboral? ¿Ha sido obediencia a su padre o simplemente al patrón? Notamos un corazón endurecido para el amor que se queda en la contemplación de sí mismo, de su justicia y de su propia perfección.

Cuando creía ser justo al condenar al hermano, no pasaba de ser un simple justiciero. Y es que hay una mentalidad, una lógica que dificulta el conocimiento de Dios, que impide amar. Y es odiar al hermano, no querer otorgarle el perdón. No se puede amar a Dios y al mismo tiempo querer mal al hermano, no querer otorgarle e perdón.