Dejense reconciliar con Dios

DEJENSE RECONCILIAR CON DIOS

Y entrando en sí mismo dijo: cuántos jornaleros en la casa de mi Padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantare, me pondré en camino” (Lc 15, 17-18).

Les invito a iniciar una reflexión sobre el corazón humano como principio de reconciliación, capaz de realizar un proceso de regreso, si es tocado por el mismo Señor, dador de este inestimable don. En el corazón del hijo menor ha quedado el recuerdo del amor que un día el padre depositó en él. Reconciliarse con el Padre significa reconocer el amor recibido de Él y que hoy no funciona, reconocer que algo no ha estado bien en las relaciones con Él en el pasado. Significa además que hay un interés en restablecer las relaciones con Él ahora y en el futuro. Los dos hijos de la parábola, en las relaciones con su padre y en sus mutuas relaciones, tienen que romper con los últimos años de vida, para poder entrar en el futuro con la recobrada dignidad de hijos. El menor se dejó encontrar por el padre, cambió su estilo de vida e hizo de la casa paterna su nueva y definitiva morada. De la misma manera nuestra reconciliación con Dios mira a la vida que nos queda para hacer el bien, y se proyecta sobre todo hacia la otra vida. Me reconcilio ahora, pero los efectos tienen que prolongarse en el futuro; sin esta eficacia hacia el futuro, reconciliarse no deja de ser una palabra bonita, pero hueca, sin repercusiones eficientes, y por consiguiente una auténtica frustración.

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Necesidad de la sabiduria

Cada día se deja sentir más y más la necesidad de recordar los preceptos de cristiana sabiduría, para en todo conformar a ellos la vida, costumbres e instituciones de los pueblos. Porque, postergados estos preceptos, se ha seguido tal diluvio de males, que ningún hombre cuerdo puede, sin angustiosa preocupación, sobrellevar los actuales ni contemplar sin pavor los que están por venir.

Y a la verdad, en lo tocante a los bienes del cuerpo y exteriores al hombre, se ha progresado bastante; pero cuanto cae bajo la acción de los sentidos, la robustez de fuerzas, la abundancia grande de riquezas, si bien proporcionan comodidades, aumentando las delicias de la vida, de ningún modo satisfacen al alma, creada para cosas más altas y nobles. Tener la mirada puesta en Dios y dirigirse a Él, es la ley suprema de la vida del hombre, el cual, creado a imagen y semejanza de su Hacedor, por su propia naturaleza es poderosamente estimulado a poseerlo. Pero a Dios no se acerca el hombre por movimiento corporal, sino por la inteligencia y la voluntad, que son movimientos del alma. Porque Dios es la primera y suma verdad; es asimismo la santidad perfecta y el bien sumo, al cual la voluntad sólo puede aspirar y acercarse guiada por la virtud.

[León XIII, Carta Encíclica Sapientiae Christianae, del 10 de enero de 1890]