JESUCRISTO: EL HOMBRE NUEVO

JESUCRISTO: EL HOMBRE NUEVO

(1Cor 15, 45-50; Rm 5, 12-19;Ef 4, 26-32; Col 3, 9-11)

Les invito a que reflexionemos sobre Jesucristo, Hombre perfecto, más aún, como “Hombre nuevo”. Durante la vida terrena de Jesús, nadie pensó en poner en duda la realidad de la humanidad de Jesús. Eran muy conocidos su patria, su oficio, su madre, sus hermanos. Soportó el sufrimiento, la angustia, la tentación, la duda. Jesús fue un hombre perfecto. Pero el NT quiere mostrar la novedad de ese Hombre perfecto, al llamar a Cristo “Hombre nuevo”, “Nuevo Adán”, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado, pues este no pertenece a la esencia del hombre. Entremos, pues, a reflexionar en qué consiste ese “Hombre nuevo”.

San Pablo habla de Jesús como del “último Adán”, es decir “el hombre definitivo”, del cual el primer Adán era una especie de realización imperfecta. Así lo expresa la primera carta a los Corintios: “Adán, el primer hombre, fue creado un ser viviente; el último Adán, como un como espíritu que da vida” (1Cor 15, 45), Cristo es la revelación del hombre nuevo, “creado según Dios en la justicia y en la santidad verdadera” (Ef 4,26).

En qué consiste el hombre Nuevo

La “novedad” del hombre nuevo no es un añadido, no consiste en algún componente nuevo que tiene de más respecto al hombre anterior, sino que es algo esencial al hombre y consiste en la santidad, que no es una novedad accidental, que afecta simplemente al actuar del hombre, sino algo esencial que afecta a todo el ser del hombre. Cristo es el hombre nuevo, porque es el santo, el justo, el hombre a imagen de Dios. Un teólogo moderno dice que “los Padres expresaban esto mismo, distinguiendo en Gen 1,26 entre el concepto de “imagen” y el de “semejanza”. El hombre es por naturaleza o nacimiento “imagen” de Dios, pero se hace “a semejanza” suya sólo en el transcurso de su vida, mediante el esfuerzo por asemejarse a Dios por la obediencia. Por el hecho de que existimos, somos a imagen de Dios; pero por el hecho de obedecer nos hacemos también a semejanza suya, porque queremos lo que Él quiere. ‘En la obediencia se realiza la semejanza con Dios y no sólo el estar hechos a su imagen” (P. Raniero Cantalamesa).

El hombre justo, sin pecado fue el verdadero proyecto de Dios. El pecado nos es algo esencial en el hombre, es un añadido desfigurado al proyecto divino del hombre, un absurdo. Es sorprendente, dice un teólogo, cómo se ha llegado a considerar como lo más “humano” del hombre precisamente lo menos humano. Y trae un pensamiento de san Agustín, al respecto: “hasta tal punto ha llegado la perversión humana, que quien es vencido por la lujuria es considerado hombre, mientras que no se considera como tal a quien la vence. ¡No son hombres los que vencen el mal, y lo son, en cambio, los que son vencidos por él!”. “Humano” ha llegado a indicar más lo que tienen de común el hombre y los animales, que lo que lo distingue de ellos. Jesús es verdadero hombre, precisamente porque no tiene pecado. “asumió la condición de esclavo, pero sin contaminarse con el pecado; así enriqueció al hombre, pero sin disminuir a Dios”.

Obediencia y novedad

Como estamos llamados a dejar el hombre “viejo” y a “revestirnos” del Hombre Nuevo, necesitamos descubrir cuál es el rasgo esencial que distingue al Hombre Nuevo del “viejo”. La diferencia entre los dos tipos de humanidad está recogida por san Pablo en la antítesis desobediencia-obediencia: “Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5,19).

Jesucristo, Hombre Nuevo, nada hace “por sí mismo” o “para sí mismo” y su gloria. Su alimento es hacer la voluntad del Padre. Lleva su obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz. Vive en total y absoluta dependencia de Dios y en esta dependencia encuentra su fuerza, su alegría, su libertad y su “ser”: cuando levante en alto al Hijo del hombre, entonces conocerán que Yo soy y que no hago nada por mi cuenta, sino que solo digo lo que el Padre me ha enseñado” (Jn 8,28). Es como si dijera: “Yo soy el que soy”, porque “no hago nada por mi cuenta”, más aún “hago siempre lo que le agrada a Él” (Jn 8,29). El ser de Cristo, el Hombre Nuevo, radica en su sumisión al Padre. El “es el que es”, porque “obedece”. Y es que el ser del hombre se mide por su grado de dependencia de Dios, su Creador. Es aquí donde se realiza su vocación: ser “imagen y semejanza de Dios”.

Llamados a ser Hombres Nuevos

Hemos sido redimidos y estamos llamados a imitar a Cristo, a revestirnos del Hombre Nuevo, es decir, a vivirlo: “ustedes deben despojarse de su vida pasada, del hombre viejo, corrompido por las concupiscencias engañosas; renuévense en su espíritu y en su mente y revístanse del hombre nuevo, creado según Dios, en justicia y santidad verdadera” (Ef 4,22-24). . En esto consiste nuestra santificación. Por eso, Jesús nos enseñó en su oración a pedirle diariamente al Padre: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Parodiando a Pablo en su carta a los Corintios (1Cor 1,22-24), nosotros podemos decir: “El hombre de hoy busca la libertad y la independencia, nosotros predicamos a Cristo obediente hasta la muerte, potencia de Dios y libertad de Dios”.

Todos nosotros, como cristianos, estamos llamados a “revestirnos del hombre nuevo”, a vivirlo: Deben despojarse de su vida pasada, del hombre viejo, corrompido por las concupiscencias engañosas, y renovarse en su espíritu y en su mente y revestirse del hombre nuevo, creado según Dios, en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 22-24).

Nosotros no podemos imitar a Jesús en cuanto Dios, en sus milagros, pero podemos y debemos imitarle en cuanto “hombre nuevo”, hombre sin pecado. Necesitamos, por tanto, tomar muy en serio la invitación del Señor a abandonar el hombre viejo con sus concupiscencias. Abandonar el hombre viejo significa abandonar la propia voluntad, y revestirnos del Hombre Nuevo significa abrazar la voluntad de Dios. Cada vez que decidimos, aunque sea en cosas pequeñas, liberarnos de nuestra “voluntad de carne” y negarnos a nosotros mismos, damos un paso hacia Cristo, Hombre Nuevo, que “no buscó lo que le agradaba”. Es esta una especie de regla general para nuestra santificación. Aprendamos a repetir, también nosotros: “no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 5,30); “he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6,38). La novedad del Hombre Nuevo se mide, como ya se ha visto, por su obediencia y conformidad con la voluntad de Dios.

Los religiosos y el hombre nuevo

El Vaticano II afirma que la Vida Religiosa pertenece al ser y a la santidad de la Iglesia (cf. LG 44). En un mundo de egoísmo, violencia y divisiones los religiosos testimonian, desde la fraternidad, que lo más importante es el ser y no el tener; que hay que dar primacía la persona sobre las cosas y estructuras y que hay que compartir las responsabilidades en la igualdad básica de los seres humanos.

En la fraternidad el amor al hermano debe ser como el del Hombre nuevo, Jesús: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense unos a otros como yo les he amado” (Jn 13, 34-35). Cristo viene a establecer con claridad la fuente y la meta de la fraternidad cristiana. La fuente es el Padre de quien todo procede; el Hijo que se ha hecho nuestro hermano; el Espíritu Santo que nos transforma en hijos. Esta fraternidad tiene como meta la unidad trinitaria: “Que todos sean uno como tu, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo en ellos y tú en mí… Para que el amor con que tú me amas esté en ellos y, también, yo esté en ellos” (Jn 17,21.23.26).

El hombre nuevo se manifiesta en la fraternidad y se hace presente como signo que atrae a los demás a la comunión de amor que existe en la Trinidad. Jesús y el amor trinitario son, por tanto, fuente y modelo; principio y término de la fraternidad a la que los religiosos hemos sido llamados como parte fundamental del proyecto de Dios en la historia.

Vivir según el Espíritu

Hombre nuevo y hombre viejo se corresponden con otras fórmulas de Pablo, como vivir “según la carne” o “según el Espíritu”. Opone dos maneras de vivir, que coexisten en cada uno de nosotros. Necesitamos, por tanto, despojarnos del hombre viejo, arruinado, sin esperanzas, esclavo de su egoísmo y al que sus pasiones van destruyendo y revestirnos del Hombre nuevo, que vive la vida del amor, de la fraternidad: “caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5,19-26; cf. Ef 4, 22-32).