Un fenómeno típicamente centroamericano ha hecho su aparición en las calles de Barcelona y otras ciudades de España, dejando ya su conteo de muerte, terror, crueldad y crimen. Hablo de pandillas como la internacional Mara Salvatrucha, de origen salvadoreño. Y me atrevo a afirmar que la inmensa mayoría de los pandilleros, lo mismo que un número ingente de los que vemos como “indeseables,” no son otra cosa que héroes que perdieron el camino, santos a los que no llegó su Damasco, líderes mentalmente mutilados por una infancia desastrosa o una juventud marcada por la perplejidad y la agresión.
Mi discurso no es que “en el fondo son buenos muchachos…” Mi discurso no es un llamado del tipo: “No se les puede aplicar la ley porque… ¡mira cuánto han sufrido desde chicos!” Mi discurso no es ni quiere ser romántico, espiritualista o iluso.
Es verdad que un informe del Instituto Universitario de Investigación sobre Seguridad Interior resume en uno de sus párrafos la problemática de los jóvenes que en España se incorporan a bandas:
Los jóvenes buscan en la calle el afecto, la fraternidad y la comprensión que no siempre hallan en sus familias, pues a veces estas viven prácticamente para trabajar y no pueden prestar toda la atención que necesitan sus hijos adolescentes. Otras veces el empleo precario, la desorientación por el cambio radical de vida y las dificultades escolares hacen el resto.
Pero mi propuesta no es otorgarles un baño de ternura sino darnos nosotros un baño de sensatez, y hasta cierto punto, empezar a hacer bien nuestras cuentas, como sociedad y como Iglesia.
Uno puede mirar al criminal como alguien intrínsecamente malo. Tal enfoque surge espontáneo de las entrañas cuando se miran los actos de abuso e injusticia que comete esta gente. Pero al mirar así uno olvida que para ser un criminal eficaz hay que tener muchas cosas muy buenas, de hecho bastante semejantes a las que se requieren para ser un gran líder. Un monstruo narcotraicante y terrorista como Pablo Escobar en Colombia tenía sin duda un coeficiente intelectual superior al corriente. Además, los grandes criminales son como surfers, aquellos deportistas de la tabla sobre las olas: son gente que sabe montarse en la cresta de algo que ellos mismos no han creado pero que sí saben idetificar mejor que cuaquiera.
Adolf Hitler o Benito Mussolini son ejemplos macabros de ese talento único para percibir lo que Cristo llamaba los “signos de los tiempos.” El rastro documental y de imágenes que queda de ellos los muestra a nuestros ojos como payasos que no saben hablar sin gritar ni estar en público sin atraer la atención a sus charadas. Pero nuestros ojos se engañan: todo ese histrionismo sabía conectar demasiado bien con sentimientos, preguntas, recuerdos e ilusiones de las masas. Hitler fue elegido democráticamente; fue la democracia quien lo puso en el lugar que luego él usó de manera repugnante y cruel.
La tesis, pues, es que estos criminales ven lo que mucha “gente de bien” no ve, y que mientras no aprendamos a ver lo que los pandilleros están viendo, seran ellos y no nosotros los que sigan cautivando el alma de media juventud. Por supuesto, cuando uno aparta la vista del rostro tatuado y desfigurado de uno de esos pandilleros sobre la base de que “es intrínsecamente malo,” el que está perdiendo es uno. La que sale perdiendo es la sociedad.
Es bien interesante en 1 Corintios cómo el apóstol hace un recorrido por la gente de aquella comunidad y ofrece un balance:
La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres. ¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios. (1 Corintios 1,25-29)
A veces me pregunto qué haría Pablo en las calles de Limerick, Sao Paulo, o México DF.