Cuando éramos estudiantes de filosofía y de teología, pocas puertas nos resultaban tan amables como la del Padre Marco Tulio Prieto, a quien poco a poco todos nos acostumbramos a llamar “Prietico.” Su puerta era como una entrada al mundo de la misericordia, porque sin nombramiento oficial, él se había convertido en confesor de muchos de nosotros. Había quien decía que Prietico asentaba su popularidad en su proverbial sordera o avanzada edad–dos factores que lo harían atractivo para que uno completara la tarea siempre difícil de confesarse. La verdad es que, aunque tuviera limitaciones para escuchar, uno sentía bien que a través de esos oídos se llegaba sin dificultad a un corazón sabio y bondadoso, bien dispuesto a devolver la paz perdida y a brindar el consejo oportuno.
Por supuesto, yo era uno de esos consuetudinarios visitantes de la habitación o “celda” de Prietico, y puedo decir por cuenta propia que del ministerio de este dominico aprendí a querer más tanto la práctica de mi confesión como el ministerio de oír y absolver las faltas de otros.