60. Hambre y Alimento

60.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

60.2. Una de las señales del pecado es la falta de ardor en la búsqueda de lo más perfecto. Es una especie de “inercia” espiritual que no puede ser radicalmente vencida sino con la llegada de un fuego que no os pertenece pero que sí necesitáis. Por eso se le llama “Fuego del Cielo,” y no es otro que el Don del Espíritu Santo.

60.3. Tú sabes bien que la tragedia del hombre no es carecer de alimento sino perder el apetito. El alimento de la inteligencia es la verdad y el alimento de la voluntad es el bien. Si una persona tiene hambre de verdad y de bien, se pondrá en camino, Dios le saldrá al encuentro y llegará a salvarse. Pero, ¿qué hacer con los que se sienten saciados? ¿No te parece entender ahora mejor las palabras de Nuestro Señor: «¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre» (Lc 6,25)?

60.4. Tu tiempo y tu mundo padecen a la vez de opulencia que hastía y de indigencia que desespera. Son dos desgracias paralelas, dependientes la una de la otra. Ese bocado que hace vomitar al rico y que le fue negado al pobre los mata a los dos. ¿Quién te parece que esté detrás de semejante máquina de muerte, sino Satanás?

60.5. Mira a ese miserable que no sabe qué hacer con su vida y desperdicia su tiempo cavilando en torno a sí mismo hasta marearse. Mira a su lado a otro mísero, hambriento de escucha y ayuda, tan urgido de ese tiempo que al otro le sobra. Ambos desesperados, ambos angustiados, ambos abocados a la muerte. Un disparo que mata a dos; una jugada del infierno.

60.6. Vuelve tus ojos y descubre ahora a ese pensador que quiere descubrir la entraña de la realidad a espaldas de la realidad que no le gusta, porque le obliga. Observa cómo escribe un libro con todo lo que no ha podido encontrar y lo pone a un precio que jamás alcanzarán los desvalidos y menesterosos que podían iluminarle la ruta hacia su verdadera miseria y su radical indigencia. Ese libro, esa teoría, ese pensamiento, es ahora una barrera que separa al pensador y al pobre, y que logra, para regocijo de las tinieblas, que, a uno y otro de sus lados, mueran sin entender nada el intelectual y el ignorante.

60.7. El mundo se volverá a unir si tus ojos, y muchos otros ojos, pueden verlo de otra manera. La verja fue pensada y plantada primero con los ojos, antes que con las manos, el hierro o las estacas. Las fronteras nacen todas en la mente humana, y detrás de ellas los muros de odio, exclusión, resentimiento y muerte.

60.8. Ven, te pido, dame tus ojos. Déjalos reposar en la serena contemplación de aquella gracia en la que «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). Deja que lloren de júbilo viendo cómo «Él, Jesucristo, es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Ef 2,15).

60.9. Hay que darle hambre a la boca de ese rico y alimento a la boca de ese pobre. Ayune, pues, el rico, y comparta de sus bienes. No ayune para hartarse de su vanidad espiritual, sino para servir y amar a Cristo en su hermano. Y que ese pobre averigüe de qué es rico, y haga su propio ayuno, de modo que todo bien creado esté siempre como recién salido de las manos generosas de Dios Padre.

60.10. Hay que darle rostros a ese pensador, y buenas ideas a los hombres llenos de preguntas y desconcierto. Sea todo intelectual un manantial que esparce sus hallazgos con sencillez, generosidad y pureza; sea todo hombre un discípulo de la Verdad siempre más alta, un estudiante de la Belleza sublime.

60.11. ¿Y tú? Duélete de lo que no has dado; llora por lo que no has entregado, y enmiéndate, de modo que la magnificencia divina tenga en ti un aliado y no un estorbo. Así serás feliz y bueno. Y yo me alegraré contigo. Dios te ama; su amor es eterno.

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