Servir a Dios (3 de 3)

Ni tampoco la obediencia sin amor

Hay otras personas que quieren vivir la obediencia sin amor, pero vivir la obediencia sin amor tampoco da resultado.

En el capitulo 15 del evangelio según San Lucas, aparece lo que es el amor sin obediencia, en la persona del hijo pródigo, que supuestamente llama papá al papá, pero no lo obedece y quiere hacer solamente su plan, ese es el amor sin obediencia. Pero hay otra figura que aparece ahí, que es el hermano mayor, y el hermano mayor es el que obedece, pero obedece sin amor; es una obediencia sin amor, y la obediencia sin amor del hermano mayor, tampoco funciona, porque la obediencia sin amor nos deja en manos de nuestros propios resentimientos.

La obediencia sin amor comete un pecado que lo denuncia el Apóstol San Pablo en el gran himno del amor. En 1 Corintios, capitulo 13, se encuentra el maravilloso himno de la caridad, y una de las características del genuino amor es que el amor no lleva cuentas.

Pero claro, si una persona está obedeciendo, pero obedeciendo sin amor, entonces sí está llevando cuentas. Y cuando yo empiezo a llevar cuentas, entonces empiezo a llevar resentimiento en mi corazón.

Fíjate cómo el hermano mayor de esa parábola del hijo pródigo, llevaba cuentas.

Él, supuestamente, le estaba haciendo caso al papá, porque fíjate cómo termina la parábola: dice el hermano mayor: “yo que siempre he obedecido tus órdenes, yo que no te he desobedecido en nada” (véase San Lucas 15,29), pero lo había hecho sin amor.

Él llevaba las cuentas, y el que lleva cuentas, lleva amarguras.

Llevar las cuentas del amor que hemos dado, llevar las cuentas de la paciencia que hemos tenido, llevar las cuentas del perdón que hemos entregado, llevar las cuentas de la caridad que hemos realizado… todas esas cuentas finalmente llenan el corazón de amargura, porque cuando yo llevo cuentas entonces pienso que he dado mucho, y me vuelvo ciego al infinito que Dios me ha entregado.

Mis cuentas son unos números chiquitos, mis cuentas son unos números ridículos, mis cuentas son unos números pequeños, mientras que lo que Dios quiere darme es infinito. La mente, el corazón que se acostumbre a llevar cuentas es un corazón que se desacostumbra a la lógica de Dios.

La lógica de Dios es la lógica del infinito, la lógica de Dios es la lógica de la abundancia; esto lo significó Cristo, entre otras cosas, en la multiplicación de los panes: sobró pan; pudieron recoger en dos ocasiones, doce y siete canastas de lo que sobró.

Nuestro Dios es un Dios abundante en amor, y es un Dios que quiere que amemos con abundancia. La persona que lleva cuentas es la persona que se sale, que se excluyede la lógica de Dios, y quien se excluye de la lógica de Dios no termina de comprender sus planes.

Por eso el hermano mayor, en la parábola del hijo pródigo no entiende la fiesta, no entiende la alegría, no entiende la compasión, no entiende lo que le dice el papá: “todo lo mío es tuyo” (véase San Lucas 15,31). No, él no sabe eso, porque a él lo que le interesan son sus cuentas: ¿Yo cuánto tengo? No dice: ¿Cuánto tenemos mi papá y yo?

El que lleva cuentas se queda con su chiquito y ridículo yo, y en ese yo chiquito, ridículo, no alcanza a caber la promesa infinita de amor que nos hace el Padre Celestial.

Por eso dice la Primera Carta de Juan: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos amó primero y nos dio a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (véase 1 San Juan 4,10). Eso, mis hermanos, es el lema, esa es la divisa que tenemos nosotros los cristianos: saber que hemos sido amados de una manera infinita.

Resumamos: el amor sin obediencia me lleva a servirme de Dios, me deja en manos de mi capricho, en manos de mi plan chiquito; me entrega en manos de mis debilidades y tentaciones, y finalmente me conduce a que yo sirva a las tinieblas, al enemigo: ese es el amor sin obediencia.

Y la obediencia sin amor ¿a qué me conduce? Me conduce a llevar cuentas, me conduce a resentirme, y me deja en soledad, me deja en mi amargura, me deja en la esterilidad, me desconecta del corazón de Dios, y fuera de ese corazón lo único que yo puedo encontrar es dureza, amargura, soledad, muerte.

Observemos entonces: ni el amor sin obediencia, ni la obediencia sin amor. Necesitamos las dos cosas, ¿y la clave en dónde está? Está en el salmo 130. Es un salmo hermoso: un corazón que esta lleno de necesidad le dice a Dios: “Desde lo hondo, a ti grito Señor; Señor, escucha mi oración; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica”. Y más adelante: “Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?”

¿Cuáles son los dos elementos ahí? La conciencia de la propia necesidad, y la conciencia de la naturaleza pecadora y del pasado de pecado que todos tenemos. La conversión nuestra hacia el amor y la obediencia surge de descubrirnos necesitados y de descubrirnos impuros.

Al descubrirnos necesitados, clamamos al perdón y al amor de Dios; al descubrirnos impuros, clamamos a ese perdón y a ese amor del Señor; nos disponemos entonces para recibir ese amor, nos disponemos para que ese amor se apodere, se adueñe de nosotros.

Fíjate que cuando decimos que el amor se adueña de nosotros estamos también diciendo que le declaramos nuestra obediencia a ese amor, es decir, nos dejamos guiar por ese amor, ¿y cuál es el fruto? San Pablo nos lo dice en su Carta a los Romanos, capitulo 8, “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos de Dios” (véase Carta a los Romanos 8,14). Dejarnos guiar por ese Espíritu, dejarnos guiar por ese amor, nos permite experimentar a Dios como Papá y nos permite experimentarnos, reconocernos como hijos de ese Padre Celestial.

Y cuando ya sentimos que somos hijos de ese Padre Celestial, entonces repetimos lo que nos dice San Pablo en ese mismo capitulo: “Y El que nos dio a su Hijo ¿cómo no nos dará con Él todas las demás cosas? (véase Carta a los Romanos 8,32).

Y cuando uno siente que tiene esa certeza, que tiene esa presencia, que tiene esa vida, entonces uno experimenta amor y obediencia, pero también experimenta lo que dice San Pablo en la Carta a los Gálatas: como ya el Señor se ha adueñado de mí, entonces: “ya no vivo yo, es Cristo el que vive en mí” (véase Carta a los Gálatas 2,20).

Esto es ser servidor de Dios, esto es entrar en el servicio de Dios. El camino no es que ahora ustedes empiecen a decir: “¡Ah!, qué bonito eso, pero qué duro; qué bonito, qué maravilloso eso, ¡quién lo viviera! ¡Muy bonito para los que puedan hacer eso, pero… lo veo difícil; me demoraré mucho tiempo…”

No te demorarás tanto tiempo. Yo te repito lo que dice el libro del Deuteronomio: “Este mandamiento que yo te ordeno hoy no es muy difícil para ti, ni está fuera de tu alcance. No está en el cielo, para que digas: ‘¿Quién subirá por nosotros al cielo para traérnoslo y hacérnoslo oír a fin de que lo guardemos?’ Ni está más allá del mar, para que digas: “¿Quién cruzará el mar por nosotros para traérnoslo y para hacérnoslo oír, a fin de que lo guardemos?” Pues la palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la guardes. (Deuteronomio 30,11-14)

¿En qué consiste ese mandamiento o palabra? En que te reconozcas necesitado, en que te reconozcas pecador, en que te abras al amor de Dios y que descubras que tu corazón solamente se pueda llenar con el infinito, solamente con el infinito del amor de Dios, solamente con el infinito de su gracia, solamente con el infinito de su belleza: ese es el punto número uno.

Pero luego, el punto número dos: Abro las compuertas de mi alma para que entre ese diluvio de amor y de gracia y se adueñe de mí ¿y eso que implica? Obediencia, ¿obediencia hasta dónde? Pues si estamos hablando del amor infinito tendrá que cumplir con lo que nos dijo Nuestro Señor Jesucristo: “Nadie tiene más amor que el que da la vida” (véase San Juan 15,13).

Yo no doy la vida como una obediencia sin amor, sólo porque “me toca;” yo doy la vida porque doy amor, y porque el amor me empuja de un modo tal, que ya no me puedo frenar; es el amor mismo el que me empuja; estoy en su poder: es que estoy experimentando la fuerza de su torrente, y es ese amor el que me lleva hasta las últimas consecuencias.

Que Jesús, el Santo Siervo, que Nuestro Señor Jesucristo, Nuestro adorable Señor Jesucristo, se adueñe de nosotros, y que aprendamos de Él a ser verdaderos siervos de Dios. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.

Amén.

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