46.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
46.2. No siempre debo hablarte cuando sientas que la piedad y el amor fluyen en ti, porque yo no dependo de ti, aunque soy servidor tuyo en orden a la salvación que Dios te ofrece.
46.3. Hoy quiero invitarte a hacer más universal tu oración. Dirige tus plegarias más allá de tus intereses; lánzalas, como redes de amor, al mar de las necesidades humanas, y no las limites al tamaño de tus estrechos conocimientos y pequeños afectos. Cuanto más unido estés a Dios, más debes cuidar que tu oración sea según Él, según su querer y según su sabiduría, y no según el tamaño de tus preocupaciones inmediatas o tus dolores más agudos.
46.4. Orar es entrar en comunión con Dios; es hacerse partícipe de su mismo amor y de su misma luz. Por ello el fruto propio de la oración es la deificación o participación cada vez mayor en la naturaleza divina.
46.5. Dios te hace partícipe de su naturaleza a través de su Don, que es el Espíritu Santo (cf. 2 Pe 1,4). El Espíritu no te anula, sino lo contrario: te enriquece. No hace que tus actos no sean tuyos, ya te lo dije alguna vez, sino que los hace tuyos y suyos.
46.6. Para mejor entender y amar esta realidad, considera la ciencia infusa. El enunciado en palabras humanas de una verdad sublime no es imposible a la naturaleza humana, en cuanto las palabras usadas son las apropiadas para esa naturaleza; pero alcanzar estas verdades sin el discurso o camino que te es necesario para aprender y afianzar lo aprendido escapa a las posibilidades de tu naturaleza.
46.7. Algo semejante acontece con la voluntad. Puesto que hay en ti una capacidad de amor, es de suyo posible que todo ese amor se dirija a Dios. Pero si miras el conjunto de distracciones y atracciones que tiene el corazón, o si revisas tu propia historia, ves que lo que no es imposible “de suyo,” sí es en la situación y circunstancias tuyas irrealizable. Por eso, un acto elevadísimo de amor transformante no es algo imposible en el primer sentido, pero sí imposible en el segundo.
46.8. La participación de la naturaleza divina, entonces, no es una anulación de la naturaleza creada, sino una obra que estaba de algún modo prevista o anticipada en el hecho de haber sido creados como lo fuisteis. Es claro, por consiguiente, que ni una piedra ni una planta pueden participar de la naturaleza divina; esta participación está ontológicamente fundada en la racionalidad creada, esto es, en el entendimiento. Al crearos capaces de verdad, Dios os hizo de algún modo capaces de su verdad.
46.9. No es fácil entender cómo la naturaleza divina, Poder sobre todo poder, llega a obrar en una naturaleza humana al punto de hacerla partícipe de su propio ser. Semejante participación ocurre siempre en el ámbito de la forma, quiero decir, no en la ostentación de un poder, sino en la fuerza significativa de una palabra y de un amor. Cuando Dios se vierte en un espíritu creado, sea de hombre o de Ángel, no le otorga un atributo suyo, por ejemplo sólo el conocimiento o sólo el poder; Dios no hace otro “dios”: se da a sí mismo.
46.10. Esto elimina la aparente paradoja sobre la participación: no es que ese hombre en el que Dios se ha vertido pueda iniciar un universo distinto o hacer obras disponiendo de las creaturas como a él le plazca, sino que, sumergido en el designio y la voluntad del Padre, puede mirar este Universo y obrar en Él en profunda unión de espíritu con Dios mismo.
46.11. Hacia afuera, nada hay en este hombre deificado que lo haga ineludiblemente reconocible como partícipe de Dios, precisamente porque su participación no crea un espacio distinto al de la creación que ha hecho el único y verdadero Dios. ¡Casi te digo que una de las señales de la deificación es el anonimato que hace invisible a quien así está unido a su Creador!
46.12. Aunque de Cristo puedes predicar que siempre es Dios, tú sabes que hubo en Él un crecimiento verdadero en la gracia divina (Lc 2,52). Visto por sus contemporáneos —y también por ti, si contemplas su camino sobre la faz de la tierra— «creció como un retoño delante de Yahveh» (Is 53,2), y, sin embargo, mira lo que añade el profeta: «No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar» (Is 53,2).
46.13. Su Cuerpo, aunque siempre unido a su naturaleza divina, tuvo sin embargo un crecimiento real en la efusión de la gracia del Padre sobre Él, de modo tal que nunca mostró más a Dios ni estuvo más en el Padre que en la Hora de la Cruz, precisamente cuando era, en el más alto grado, «despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta» (Is 53,3).
46.14. Del ejemplo de Cristo puedes aprender que la obra de la deificación, en esta tierra, no es la exaltación, sino la humillación que te conduce a la forma más aguda de muerte: no importar, no interesar, no contar. Sufrir el destino que sufre el Nombre de Dios: el olvido, la burla, la indiferencia. No esperes de la participación en la naturaleza divina algo distinto de la suerte del Hijo de Dios Crucificado, pues te amonesta la Carta a los Hebreos: «Hemos venido a ser partícipes de Cristo, a condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio» (Heb 3,14). No esperes un universo ordenado y bello, sino la comunión en el extraño pero maravilloso designio de Dios para este mundo que no le reconoce pero que sí le necesita.
46.15. Así también nosotros, los Ángeles, por su amor asociados a Él, somos invisibles, y a menudo irrelevantes, incluso para muchos creyentes y sacerdotes. Calumnias y desprecios, profanación de nuestros nombres y confusión sobre quiénes somos y qué queremos: este es nuestro “pan” en la tierra. No nos disgusta. Es el Pan de Cristo. Es el Pan de Dios.
46.16. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.
Hola: Me parece interesante el llamado a orientar la oración de manera más ‘íntegra’, esto es, buscando el máximo alcance o trascendencia lo cual llevaría a ejercicios de conciencia más prolíficos.
Recuerdo esa práctica promovida en algunas homilías, mas implica en la oración cotidiana e individual una trasformación del deseo simple de favorecer solo a un agente del conflicto, llevando el ímpetu divino a instancias inusitadas, reales causales o reales promotoras de vida.
Gracias.