3. ¿Por qué no el cielo, entonces?
Bueno, y si no se condenan los infantes que mueren sin bautismo, ¿no es más sencillo y directo decir que sí van al cielo, como quieren tantos teólogos actuales?
Hay razones pastorales que parecen desaconsejar notablemente que la Iglesia adopte una enseñanza semejante. Pensemos en la llamada Fecundación “In Vitro,” que como se sabe implica la producción de una serie de embriones humanos, y que a menudo deja embriones “de repuesto.” Si todos esos van para el cielo, no parecerá grave producirlos y luego desecharlos… Pronto se les unirán los abortados, los muertos por falta de alimento, y por supuesto los embriones usados para clonación: todos ellos tienen tiquete a la gloria celestial.
Alguien puede responder: el cielo de los asesinados no deja sin culpa a sus asesinos. A este respecto se puede hacer una comparación con los mártires: ellos tienen la palma propia de su sacrificio pero eso no hace inocentes a los que los torturaron.
Quitada esa objeción de tipo pastoral, preguntamos de nuevo: ¿no es más sencillo decir que estos niños van al cielo? La única otra alternativa es admitir que puede existir un estado de felicidad natural sin la gracia particular que hace posible la visión beatífica. Una situación en la que no hay visión de Dios pero sí noticia de sus perfecciones. En suma, el estado existencial que corresponde a la enseñanza tradicional sobre el limbo, como tal.
Es controvertible que un estado así exista. Se trata nada menos que de afirmar que existe una felicidad eterna, suficiente y plenamente humana sin la gracia de Cristo. Frente a ese aserto el hecho de que los sujetos de tal felicidad sean infantes o no pasa a segundo plano.
Si más allá de esta vida hay una felicidad que es a la vez humana y completamente intramundana, o sea, sin el requerimiento del don de la gracia, es difícil negar la validez o licitud del deseo que alguien pudiera tener de alcanzar una felicidad así en esta tierra. De nuevo, hay algo de “pastoral” en esta manera de hablar. Los ateos y especialmente los agnósticos de nuestro tiempo no suelen ser personas rabiosamente fastidiadas con que haya religión sino personas que buscan para sí mismos y para la Humanidad algo muy parecido al limbo tradicional. Si ese es un desenlace genuinamente posible para la vida humana, ¿qué autoriza a la Iglesia para negar de base ese proyecto, si ella misma considera que no es malo en sí mismo (no es el infierno), proviene de la bondad de Dios y es felicidad real para seres humanos reales?
Alguien dice: “Los infantes no podían saber del don sobrenatural como para oponerse a él, mientras que los agnósticos y ateos sí que lo niegan.” A eso puede responderse: sobre la certeza interior o subjetiva de las personas no podemos estar seguros pues ello implicaría erigirnos en jueces del destino eterno de esos seres humanos concretos. Y faltando esa certeza no hay demasiada diferencia entre ellos y los infantes que desconocieron sin culpa la oferta explícita de la gracia en Cristo.
Yo personalmente creo que la manera como la doctrina tradicional del limbo habla de lo natural y lo sobrenatural no hace justicia a la presentación de la felicidad humana que brota del conjunto de la Escritura y en cambio sí deja abierto el espacio para una justificación involuntaria pero muy fuerte del proyecto agnóstico.
¿Qué queda entonces como posible respuesta? Sólo el cielo.
Y sin embargo, la afirmación de que los infantes muertos sin bautismo están en el cielo ¿no equivale a decir que son santos? Y si la Iglesia llegara a considerar como doctrina suya que ellos participan de la luz de la gloria, ¿no debería entonces haber una festividad litúrgica que hiciera conciencia de este hecho y que fuera también la ocasión propia para pedir su intercesión?
A algunos todo esto les parecerá cuestión bizantina, pero estas preguntas últimas no son inútiles; ayudan por lo menos en dos sentidos: en primer lugar, para que comprendamos las implicaciones de una afirmación como decir que estos infantes van al cielo. En segundo lugar, para descubrir en qué condiciones es posible hablar de un acceso a la bienaventuranza eterna para estos infantes.
El proceso del razonamiento va así: (1) La obra de la gracia no es debida a la naturaleza humana. (2) La gracia que Cristo otorga y la que da valor sobrenatural a la acción de la Iglesia son numéricamente una y la misma. (3) El acceso a la bienaventuranza en el caso de los infantes muertos sin bautismo depende entonces por completo de la obra de la caridad teologal dentro de la misma Iglesia puesta a favor de ellos. (4) Así pues, no hay perfecta equivalencia entre la santidad de aquellos a quienes la Iglesia declara bienaventurados, comprometiendo incluso en ello su autoridad magisterial, y la participación en la santidad de Dios como puede llegar a darse en estos infantes. En el primer caso la Iglesia mira a la obra ya realizada de la caridad en esos hombres o mujeres que, a través del martirio o de otras formas, han dado señales de su unión con el plan de Dios. En el otro caso, el de los niños, tales señales no existen y por eso la Iglesia, aunque sabe del efecto real de la redención en ellos, no puede tener certeza o conocimiento ordinario alguno sobre su estado presente, porque ese estado depende de lo que haya hecho la caridad que la Iglesia lleva como escondida en su seno y que quiere poner a favor de ellos. La Iglesia puede saber, en esperanza, que la multiplicación incesante de esa caridad, a partir de su fuente única en Cristo, finalmente llevará a todos estos infantes a la gloria pero nada puede afirmar de ninguno de ellos en particular mientras ellos permanecen como asociados a la maduración de la caridad dentro de la Iglesia peregrina. Esta es la clase de “ignorancia” insalvable que rodea el destino de estos infantes.
En cierto sentido la respuesta a toda esta cuestión podría ser algo como lo que sigue, y que equivale al reverso de la enseñanza de San Agustín: No tenemos, y quizá nunca tendremos una respuesta de absoluta certeza para cada caso particular, pero sí tenemos fundados motivos de esperanza para afirmar que estos infantes son alcanzados por la gracia de Cristo según la múltiple acción de su Espíritu en la Iglesia, de modo tal que finalmente participarán de la bienaventuranza eterna.
Así pues, si Agustín habló de un infierno “mitigado,” parece que, por contraste, la respuesta que hay que dar aquí sea lo opuesto: el destino de los infantes muertos sin bautismo es el cielo–con una bienaventuranza esencial que es la misma que para todos, por supuesto–pero un cielo “mitigado,” en cuanto que las circunstancias de su acceso a la felicidad eterna y los vínculos que efectivamente les unen con el resto del Cuerpo Místico de Cristo los ignoramos, si bien que con una ignorancia serena y colmada de esperanza.