31.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
31.2. La Iglesia es una, como nacida y amada del único Dios. Servir a la Iglesia y servir a la unidad es uno y lo mismo, de modo que estos dos servicios se constituyen cada uno en medida y criterio para el otro.
31.3. Ahora bien, la unidad tiene su raíz en el amor. Como te he dicho en otra ocasión, sólo el amor es unitivo. Mira cómo a fuerza de sólo conocimiento lo que puedes encontrar, cuando miras a Dios y al hombre, son diferencias, tantas y tan grandes como las que hay entre el infinito y lo finito, entre lo necesario y lo contingente, entre lo eterno y lo temporal. Si sólo piensas en Dios lo sentirás lejano, y no le faltará verdad a esa conciencia de lejanía. El amor, en cambio, acerca, engendra cercanía.
31.4. Se dice, y tú lo has oído, que el diálogo acerca a las personas, pero eso no es del todo cierto. El diablo habló con Jesús, Nuestro Señor, sin acercarse a Él. La palabra es poderosa, pero también es sierva, porque la intención de la que nace tiene potestad sobre ella. El mundo no alcanzará unidad a fuerza de diálogos, si estos diálogos no van antecedidos por el amor. Y el amor no tendrá verdad si no lleva el sello de Cristo, es decir, “dar la vida por el amigo” (cf. Jn 15,13). ¿Sabes cuándo puedes decir que estás listo para hablar con alguien? Cuando estás dispuesto a darle de tu vida, a perder tú para que él gane, es decir, para que tenga vida “abundante” (cf. Jn 10,10).
31.5. Hasta aquí muchos estarán razonablemente de acuerdo con nosotros. La dificultad evidentemente estriba en cómo alcanzar un amor que esté dispuesto a dar, y por consiguiente, a construir unidad. Debes saber a este respecto que semejante tarea excede absolutamente las posibilidades del corazón humano herido por el pecado. Para comprobarlo, basta que digas en público los planteamientos que acabo de enseñarte sobre el amor, el diálogo y la unidad. Un coro de burlas y desilusiones interrumpirá tu discurso. Y bien, ¿qué significa esa rabiosa impotencia, expresada con tanto vigor por todas partes, sino que el hombre sabe o por lo menos presiente su radical incapacidad para amar?
31.6. La unidad empieza, debe empezar por esta constatación que hace gemir vuestras almas. “¡No puedo amar!”: este es el grito terrible pero honesto que luego puede dar un paso más en su sinceridad hasta reconocer: “¡…y necesito amar, necesitamos amar!” Estas dos profundas exclamaciones son como los dos bordes de un barranco. Entre ellos está la grieta pavorosa que se hunde en lo profundo del alma humana. Hay que entrar por esa grieta y descender por esa especie de abismo.
31.7. En el fondo de este descenso —que nunca debe acometerse temerariamente— puedes ver paredes pintadas con sangre. Compadécete de lo que voy a mostrarte: mira en esas rocas durísimas las huellas que han dejado manos impotentes que se han herido rasguñando la tierra; escucha los ecos todavía vivos de su súplica de cariño; siente el espantoso olor de la carne medio podrida, y si tienes valor, hunde tu mirada en los ojos agonizantes de ese niño enfermo, triste, confundido y solo. Ya no habla; está ronco de rogar a las piedras y maldecir a las rocas. Ya no ve; ha perdido sus ojos en las tinieblas de este sitio que parece antesala del infierno. Ya no espera, y no conoce otra música que las tristes o airadas melodías que compone para sí mismo.
31.8. Ese es el hombre. Ese es tu hermano. Esa es la humanidad sin Cristo. Dime si es sensato platicar de sensatez con ese chico agonizante; dime si es razonable querer que entre en razón este moribundo desconsolado. Amor: sólo el amor es razonable. Amor: sólo el amor le dará oídos y palabras; sólo el amor podrá levantarlo en un abrazo, una caricia y un canto que le devuelva a la vida.
31.9. Si estás dispuesto a amar, deja que te invite a la alegría. Porque Dios te ama, te ama mucho, sobre toda medida, mi niño, y su amor es eterno.