Acusada de intolerante, racista y sucia, Isabel la Católica vuelve a ser noticia una vez más gracias a la publicación de varias biografías que se ocupan de ella y por el relanzamiento de su causa de beatificación. Sin embargo, ¿cómo fue realmente Isabel la Católica?
“Isabel y Fernando el espíritu impera…” cantaba uno de los himnos más conocidos del Frente de juventudes. De esa manera, el régimen nacido de la guerra civil proclamaba su deseo de vincularse con las tradiciones nacionales más gloriosas. Por añadidura, la Falange había convertido en símbolo suyo – siguiendo la opinión del socialista Fernando de los Ríos – el yugo y las flechas de la regia pareja. La utilización que el régimen de Franco hizo de los Reyes Católicos facilitaría la tarea de todos aquellos que sentían por otras razones una especial repulsión hacia su legado y deseaban denigrarlo. Los enemigos de la memoria relacionada con los Reyes Católicos han ido históricamente de los republicanos a los islamistas pasando por los separatistas vascos y catalanes que siempre han lamentado la tarea de reunificación nacional consumada – que no iniciada – por Isabel y Fernando.
Sobre estas razones políticamente correctas, se ha ido labrando un cúmulo de leyendas especialmente contrarias a la reina de Castilla tachándola de sucia, intolerante, fanática y racista. No cabe duda de que semejante cuadro ha calado en un sector importante de la opinión pública fácil de manipular y ayuno de conocimiento histórico. Sin embargo, la realidad es que ninguno de esos mitos resiste la más elemental confrontación con las fuentes históricas. Empecemos por la leyenda relativa a una Isabel que no se cambiaba nunca de camisa aunque ésta apestara. Lo que nos enseñan las fuentes es que precisamente Isabel era una mujer de pulcritud sorprendente para su época y que se esforzó por hacer extensivas al conjunto de la población sus normas de conducta acentuadamente higiénica. De hecho, no deja de ser significativo que los informes de los médicos de la corte que han llegado hasta nosotros señalan su especial preocupación “por la higiene de los alimentos”. De igual manera es sabido hasta qué punto se vio afectada porque su hija Juana, en su locura, se negaba a cambiarse con frecuencia de ropa interior.
No menos difícil de sostener es la acusación de racista lanzada sobre Isabel. No sólo fue Isabel la principal inspiradora de las Leyes de Indias que convertían a los indios americanos en súbditos de pleno derecho frente a las codicias de no pocos sino que además el número de judíos que trabajaron para ella antes y después del Edicto de Expulsión fue muy numeroso. Nombres de gente de estirpe judía como Pablo de Santa María, Alonso de Cartagena, el inquisidor Torquemada, fray Hernando de Talavera, Hernando del Pulgar, Francisco Alvarez de Toledo o el padre Mariana entre otros muchos son muestra de hasta qué punto Isabel no fue nunca racista. De hecho, en sus últimos días el artesano que se ocupaba de atender algunas de sus necesidades como la de fabricar ratoneras era un moro por el que sentía un gran aprecio.
Si las fuentes nos muestran realmente algo no es que Isabel fuera racista – algo que no podría decirse de ilustrados como Voltaire o de socialistas como Lenin y Stalin – sino que carecía de cualquier tipo de prejuicio racial a la hora de defender a sus súbditos o de asignar cargos en la función pública. Este tipo de ataques contra Isabel ha intentado sostenerse sobre todo en episodios como la Expulsión de los judíos y el final de la Reconquista. A medio milenio de distancia, nadie dudaría que la expulsión de los judíos significó un conjunto de dolorosísimos dramas humanos. Sin embargo, en su época la acción distó mucho de tener esa connotación tan negativa. Las fuentes históricas nos muestran no sólo que la medida fue precedida por otras similares en naciones como Inglaterra, Francia o Alemania sino que incluso fue saludada con aprecio en Europa porque, a diferencia de lo ocurrido en otras naciones, los Reyes Católicos no actuaron movidos por el ánimo de lucro. En su momento, la decisión estuvo además relacionada con el proceso de Yuçé Franco y otros judíos que confesaron haber matado a un niño en la localidad de la Guardia en un remedo blasfemo de la Pasión de Jesús y, muy especialmente, con los intentos de ciertos sectores del judaísmo hispano por traer de vuelta a la fe de sus padres a algunos conversos.
Actualmente, los historiadores tienden a considerar el caso del niño de la Guardia como un fraude judicial pero lo cierto es que en aquella época las formalidades legales se respetaron escrupulosamente y este hecho, unido a la gravedad del crimen, provocó una animadversión en la población que, en apariencia, sólo podía calmarse con la expulsión de un colectivo odiado. Por otro lado, Isabel se preocupó personalmente de que no se cometieran abusos en las personas y haciendas de los judíos expulsados como se puso de manifiesto en la Real de provisión de 18 de julio de 1492 que velaba por evitar y castigar los maltratos que ocasionalmente habían sucedido en algunas poblaciones como la actual Fresno el Viejo. Por si fuera poco, durante los ciento cincuenta años siguientes, la innegable hegemonía española en el mundo no llevó a nadie a pensar que la expulsión de los judíos hubiera sido un desastre – habría que esperar a la Edad contemporánea para escuchar esa teoría – y, desde luego, difícilmente se hubiera podido sostener que el episodio había sido más grave que otros similares realizados en otras naciones europeas.
Aún más fácil de comprender resulta el final de la Reconquista. Que ésta era deseada y concebida como un movimiento de liberación de los invasores islámicos es algo que ya contemplamos en el siglo VIII en fuentes como la Crónica mozárabe de 754. Semejante visión se continuaría a lo largo de casi ocho siglos en que distintos monarcas – desde Alfonso III de León a Sancho el mayor de Navarra – se autotitularían “rey de España” en un afán de reconstruir la unidad perdida y de expulsar a un enemigo despiadado. Que los Reyes católicos, tras reunir los territorios de Castilla y Aragón, ambicionaran concluir el proceso reconquistador era lógico y, desde luego, no chocaba con las trayectorias de otros monarcas anteriores. Con todo, la lucha contra el reino nazarí de Granada no fue provocada por ellos sino por la ruptura de los pactos previos por parte del rey moro y por las incursiones de agresión que los musulmanes desencadenaron contra las poblaciones fronterizas. No se trataba, desde luego, de una lucha meramente religiosa sino también nacional y no deja de ser significativo que cuando se supo que Granada había capitulado los judíos danzaran para celebrarlo ya que también ellos habían sido víctimas de la intolerancia musulmana.
Sin embargo, la grandeza – grandeza difícilmente negable – de Isabel de Castilla descansa no en el hecho de que los ataques contra ella sean de escasa consistencia. Por el contrario, como han dejado sólidamente de manifiesto las biografías debidas a Luis Suárez y a Tarsicio Azcona, Isabel fue una reina verdaderamente excepcional en lo político, en lo humano y en lo espiritual mostrándose en multitud de ocasiones muy adelantada a su tiempo. Por ejemplo, supo comprender el efecto pernicioso que sobre la economía ejercía la subida de impuestos y prefirió la austeridad presupuestaria al incremento de la presión fiscal. Así mismo fue enemiga resuelta de las conversiones a la fuerza y así lo dejó expresado en la Real cédula de 27 de enero de 1500. Además, en agudo contraste con la figura de su hermanastro y antecesor Enrique IV el Impotente, Isabel fue partidaria de una adjudicación de funciones públicas que no derivara del favor real sino de los méritos del aspirante. Esa circunstancia basta por sí sola para explicar buena parte de los méritos de gestión del reinado y, especialmente, el deseo que Isabel tenía de que las mujeres pudieran recibir una educación académica similar a la de los hombres. Como ella misma diría “no es regla que todos los niños son de juicio claro y todas las niñas de entendimiento obscuro”.
Aún más notable es el aspecto humanitario de la personalidad de la reina que contrasta de manera muy acusada con el espíritu de la época. Por ejemplo, cuando en 1495 tuvo noticia de que Colón había traido de América indígenas a los que había vendido, dispuso que se procediera a su búsqueda y se les pusiera en libertad con cargo a las arcas del reino. Así efectivamente se hizo. Este episodio – y otros similares – explican por qué el presidente norteamericano Eisenhower la denomina “campeona de la libertad de los pueblos” y que su sucesor Lyndon B. Johnson apoyara la colocación de una estatua en su honor en la rotonda del Capitolio de Washington.
Aunque fue una excelente mujer de estado que en no pocas ocasiones superó a su astuto marido – por ejemplo, en el impulso a la gesta americana – Isabel no dejó jamás de mostrar una profunda preocupación por la suerte de los más débiles y desfavorecidos. Baste decir al respecto que es a ella a quien hay que atribuirle el establecimiento de las primeras indemnizaciones y pensiones para viudas y huérfanos de guerra – una disposición tomada después de la guerra civil de Castilla cuando las arcas del tesoro estaban exhaustas – o la creación de los primeros hospitales de campaña durante la guerra de Granada. Todas estas características bastarían para considerarla una reina excepcional – como ciertamente lo fue – y para disipar las campañas que en contra de su persona se han ido sumando a lo largo de los siglos pero no serían suficientes para dar fundamento a la postulación de su beatificación. Ésta se apoya en otros aspectos que, no obstante, también son verificables históricamente como puede ser su ejemplaridad de vida o, de manera muy especial, su celo por la expansión del Evangelio por encima de cualquier otra consideración. En ese sentido debe señalarse que el descubrimiento y la posterior colonización de América son incomprensibles sin una mención cualificada a las causas espirituales expresadas desde el primer momento por Isabel la católica y recogidas en diferentes documentos de la época.
En realidad, la figura de Isabel fue muy estimada en su época y abundan los testimonios de españoles y extranjeros que la tuvieron por una mujer no sólo excepcional sino tocada por la gracia de la santidad. De hecho, los ataques contra su persona procedieron exclusivamente de enemigos que temían lo que representaba e históricamente se han caracterizado por su falacia. Así, el rey Alfonso de Portugal – temeroso de no poder descuartizar Castilla y apoderarse de ella – la acusó de no estar casada con Fernando y de ser meramente una concubina, madre de hijos bastardos. En la actualidad, los ataques contra Isabel arrancan o bien de una clara ignorancia histórica – como muestra la leyenda de su camisa sucia – o de una repugnancia ante sus logros excepcionales. Los enemigos de la institución monárquica, los partidarios de desgajar la unidad nacional que ella restauró en compañía de su esposo Fernando, los adversarios de que la sociedad se vea impregnada por valores cristianos o los que se niegan a contemplar la amenaza que implica el islam para occidente pueden contemplarla como un blanco que debe ser abatido. En contra de esa visión marcada profundamente por el sectarismo se hallan los testimonios de la época y las opiniones favorables de personajes de la talla de Washington Irving, W. T. Walsh, William Prescott Ludwig Pfandl, Marcel Bataillon, Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga, Ortega y Gasset o los mencionados presidentes de Estados Unidos entre muchos otros. Al final, como sucede con tantas otras cuestiones, sobre el frío y documentado análisis histórico prevalece la lucha política.
César Vidal (historiador protestante)