20.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
20.2. Observa esto, y toma buena nota: Dios llama al hombre. El apóstol Pablo dijo que Dios llama a las cosas que no son para que sean (Rom 4,17). Así como cuando llamas a una persona la acercas a ti, así Dios cuando llama al hombre lo levanta hacia sí, lo hace crecer, lo invita a ser. Cuando Jesús llama a sus discípulos los constituye en sus colaboradores; les ayuda a descubrir por qué fueron llamados de la nada al ser. No es extraño: por Él fueron creadas todas las cosas (Col 1,16); ¿qué de raro que su palabra, cuando te dice «¡sígueme!», lleve a plenitud lo que había empezado cuando te dijo «¡existe!»?
20.3. Esto explica la extraordinaria familiaridad, la inconfundible certeza y la incomparable fuerza que tiene el llamado de Cristo. Cuando tú dices que Cristo te ha hablado “por primera vez” te estás refiriendo a tu conciencia o a tu memoria. Pero la verdad es que esa “primera vez” fue cuando te estableció en el ser: hablándote te hizo, y hablándote te rehace.
20.4. Lo más profundo de tu alma tiene siempre el recuerdo de ese acento único, el que sólo Jesucristo tiene. Es una de las maneras de interpretar aquello que lees en el Evangelio de Juan, cuando Nuestro Señor dice: «Mis ovejas conocen mi voz» (Jn 10,4.5.14). En realidad, suyos son todos los rebaños, porque su voz habita en el fondo último del corazón humano, y por eso no reconocer a Cristo es también negar la tendencia más fuerte e íntima de la propia vida. No hay acto de odio hacia sí mismo que se parezca al acto brutal de negar a Cristo. Cerrarle la puerta a Cristo es lo más cruel que nadie puede hacerse a sí mismo.
20.5. Así puedes entender un poco mejor por qué y cómo obró Nuestro Señor en la hora de la Cruz. Aunque su rostro estuviese bañado en sangre y el dolor nublara sus ojos, nunca estuvo ciego. Su mirada penetrante veía el daño que se hacían a sí mismos los que lo estaban odiando a Él. Por ejemplo, cuando aquel pobre hombre hundió el primer clavo en la carne bendita de Nuestro Señor, Cristo vio cómo se hundía una punzada de muerte en el alma de su verdugo.
20.6. La Pasión de Cristo no tuvo sus dolores más grandes en lo que le acontecía a Él, que de suyo era ya descomunal, sino en la ofensa a Dios Padre, cuyo designio era despreciado y desobedecido, y en el pavoroso maltrato que aquellos infelices hacían consigo mismos y con su propia alma. La verdad es que nadie puede atentar contra Cristo y contra su Iglesia sin hacerse un perjuicio infinitamente mayor del que pretende causar. Por esto Nuestro Señor sintió que sus entrañas se dolían por amor a esos míseros y por esto clamó: «¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen!» (Lc 23,34). Y en efecto: no lo saben; desconocen qué han hecho del amor divino; ignoran qué están haciendo consigo mismos.
20.7. La voz de Jesucristo es el principio de la unidad en el obrar humano. Mira cómo, cuando Dios llamó a Adán, porque éste se escondía asustado, le hizo una pregunta: «¿Dónde estás?» (Gén 3,9). El hombre huye de la mirada y es alcanzado por la palabra. Teme mirar, pero aún puede escuchar. No quiere ser visto, pero aún soporta que se le hable.
20.8. Ese hombre escondido en la creación, en perpetua huida de su propio Creador, ha convertido su amable casa —es decir, aquel Edén— en una miedosa cárcel. Quiere que los árboles y demás creaturas estén entre él y su Dios, pero esta distancia es atravesada por la palabra divina que le obliga a reconocer su verdadero estado.
20.9. En todo esto tienes una imagen muy bella de Cristo. El hombre se sigue escondiendo en la creación; quisiera sepultarse en los bienes creados y que nadie le mirara cuando se postra ante ellos y les implora lo que no pueden darle. Pero Dios Padre envía a su Palabra, es decir a Jesucristo, que atraviesa la creación del uno al otro confín y que llega hasta los oídos atemorizados de aquel fugitivo.
20.10. Los prófugos no tienen casa; sólo tienen camino, y por eso tienen que hacer del camino su casa. Confundido entre todo el follaje del Edén, el hombre se ha convertido en prófugo y por eso se dispersa y extravía en todos los caminos con la sola y mezquina esperanza de que su Dios no lo encuentre. Volcado en tantos senderos, perdido en su inútil travesía, va dejando el rastro de su tormento por todas partes: ya no tiene casa ni centro; ha perdido su unidad.
20.11. La palabra que Dios le dirige, figura ya de la Palabra que un día va a entregarle, le obliga a detenerse. «¿Dónde estás?,” le interroga. ¡Qué terrible pregunta! ¡Qué tremendo descubrimiento, figurado por la sorpresa de verse de pronto desnudo! ¿Qué podía decir ese hombre —y qué puede decir el hombre de hoy— ante una cuestión tan dramáticamente profunda? ¿Qué responder? En la Biblia lees la respuesta de Adán: no dijo un sitio, sino una situación: «¿Dónde estoy? Escondido.» Oculto, no de Dios, que sabe cómo hallarlo, sino de sí mismo y de sus hermanos. Convertido en un engaño, en un fantasma, en una mentira movediza.
20.12. Pero la Palabra lo ha detenido. Su incoherente deambular se ha frenado porque Dios le va a conceder un camino: lejos de las delicias que pretendía, lo cual es doloroso, pero un poco más cerca de la Cruz que ha de salvarlo, lo cual es maravilloso. La Palabra ha destruido el absurdo de su camino sin dirección, y de vagabundo lo ha convertido en peregrino. No te afane su destino. Dios no dejará de acompañarlo con su Palabra. Y llegará el día en que la misma Palabra caminará a su lado, como en Emaús (cf. Lc 24), y le conducirá ya no al paraíso de la tierra, sino al gozo del Cielo. ¡Maravillas de la voz de Cristo! ¡Mira, pues, quién te está llamando!
20.13. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.