La palabra de Dios habla de tolerancia, obediencia, discreción. ¿Esto quiere decir aguantar injusticias propias o ajenas? ¿Ver y no decir nada para evitar problemas? ¿Callar actos ajenos inapropiados? (J.G., Villavicencio)
El centro de la vida cristiana es el amor. No cualquier amor, sino el que nos mostró Cristo, que podemos resumir bien con la expresión de Santo Tomás de Aquino: buscar el bien del otro.
Esto quiere decir que soportar a la otra persona no es un fin ni un bien en sí mismo. Hay veces que amar significa soportar pero otras veces significa hablar, denunciar, protestar, resistirse. El mismo Cristo nos mostró esto: por amor calló muchas veces, pero también por amor habló muchas veces. Por amor consoló a los tristes pero por amor denunció su hipocresía a los fariseos.
El amor, pues, tiene muchas expresiones y no puede resumirse en fórmulas fáciles como “aguantar todo,” o lo contrario: “no dejarse de nadie.” La verdad es que algunas veces hay que aguantar y otras hay que no dejarse. El criterio es: buscar el bien, el mayor bien posible para todos.
Ese criterio puede parecer pobre o ambiguo pero en realidad no lo es. Pensemos en una mamá. Por amor puede pasar una noche velando al hijo enfermo. Esto es aguantar. Pero también: por amor le dirá a ese hijo: “Tal o cual amistad no te conviene…” así ella misma sepa que el hijo le hará mala cara, o incluso la tratará groseramente. Cuanto mayor es el amor de una madre, más sencillo es para ella resistir cuando tiene que resistir o hablar y enfrentarse con cualquiera, con tal de buscar el mayor bien para el hijo amado.
Lo que entonces necesitamos es más amor, mucho amor, toneladas de amor. Necesitamos más amor del que tenemos. Necesitamos amar como sólo Dios ama. Eso no lo pueden nuestras fuerzas, pero sí lo podemos si lo pedimos de Dios con corazón humilde, perseverante y orante.