Andando siempre de prisa, el cristiano tropieza un día con el dolor de su hermano. Y entonces escucha la voz de Jesucristo, que le dice:
Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces sobrecogedoras. Hoy nacen niños cada hora y cada minuto. Su llanto, que es el canto del dolor y del amor a la vida, forma a lo largo y ancho de la tierra un coro sonoro y brillante, el coro de los que han podido arribar al mundo. Junto a ellos, una multitud anónima de pequeñuelos no lloran, porque no pudieron nacer, y tampoco cantan, porque no hubo oídos para ellos. Yo sí los escucho, los conozco y los amo.
Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces cargadas de angustia. Voces de aquellos que no pueden gritar, porque han sido aplastados y mutilados. Son las víctimas de las leyes injustas; los torturados por los centros de poder; los que un día se vieron sin palabras ante un arma, ante una sentencia abominable, o ante la indeseada visita de la muerte. Yo los escucho, los conozco y los amo.
Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces bien tristes. He aquí la voz del anciano llamando a sus amigos, que ya no viven, y a sus hijos, que un día prefirieron dejarlo en paz. He aquí también la voz de quien se halla perdido en el mundo, y pregunta a los que pasan: “¿qué debo hacer?”. Es la voz del amor defraudado y de la esperanza que se apagó por falta de alimento; la voz de la vida opaca y árida, la de los días grises, rutinarios y estériles; la voz de quien está solo en medio de la gente; la voz del deprimido. Yo los escucho, los conozco y los amo.
Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces oscuras: los pecados inconfesados, el rumor de la maldita superstición, el horrible invocar espíritus, los cultos satánicos, las tenebrosas propuestas de soborno, las risas torcidas de quienes trafican con la vida y la honra de otros, el tumulto de quienes hacen negocio divulgando el pecado, como si no tuvieran más oficio que alabar al demonio y provocar escándalo en mis niños. ¡Oh pobreza incalculable de quien me ha perdido! Dime: ¿hay alguna voz que escape a mis oídos? Pero estos pecadores, aunque se han cargado de cadenas por sus propias culpas y malos hábitos, todavía tienen aliento para hablar mal de mí. Yo los escucho, los conozco y los amo.
Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás mi propio clamor. Llagas y sangre: ese fue mi último sermón. Soledad y abandono: tal fue mi última predicación. En el cielo, en el altar, en mis pobres: ahí me tienes. Gloria, Eucaristía, Indigencia: eso soy para ti. Hablo por voz de los que sufren, sépanlo ellos o no. Hablo en ellos porque los amo. Y tú, ¿dirás que me amas, si no los escuchas? Mis ojos miran en los ojos de mis pobres. ¿Dirás que quieres verme, si rehuyes esos ojos? Mi cuerpo padece en ellos. ¿Dirás que estás conmigo, si odias estar con ellos? Búscame, pues, donde me hallo; ámame como te amo, y sírveme donde deseo ser servido.
Ha terminado la prisa. El cristiano se vuelve, y busca con sus ojos los ojos de Cristo en el pobre. Pero es tarde. Cristo ha pasado, porque también Cristo tiene prisa. Y en el silencio del día que termina, aquel cristiano eleva sus ojos al cielo, hace de su pecho un altar, y ora muy despacio diciendo: Jesús, mi Señor y Redentor, yo me arrepiento de todos los pecados que he cometido hasta hoy.