11.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
11.2. ¿Qué siente tu alma si te digo que Dios será tu Juez? Una de las riquezas que tiene la invocación del Nombre Divino, que está “sobre todo nombre” (Flp 2,9), es precisamente la afirmación de Dios como Juez de todo lo creado. Pero muchos sienten que la proclamación del Juicio de Dios es algo así como una intromisión de Dios en sus terrenos. De ahí puedes deducir cuán lejos se encuentran de reconocerlo como Señor, porque piensan que el ejercicio de su señorío es una especie de injerencia abusiva.
11.3. Yo quiero que tú reconozcas las grandezas del juicio de Dios, en dos sentidos: como grandeza de ese Juicio Final que la fe te predica, y como grandeza del modo como Dios juzga. Estos dos sentidos están relacionados: quien conoce cómo juzga Dios no teme, sino que anhela la plenitud de ese juicio en la Historia humana.
11.4. “Dios juzga” es sinónimo de “Dios ha mostrado su gloria”. Y la gloria de Dios es la expresión más sublime que tenemos las creaturas para referirnos a las riquezas insondables de su ser íntimo. Sólo el Hijo tiene un conocimiento cabal y pleno del Padre, como Él mismo dijo: “Nadie conoce quién es el Padre sino el Hijo” (Lc 10,22). El Hijo sabe del Padre no por una revelación que el Padre le haya concedido, sino por una donación íntegra del ser que el Hijo mismo es.
11.5. Vosotros los hombres y nosotros los Ángeles no tenemos, y radicalmente no podemos tener un conocimiento semejante, aunque la efusión del Espíritu Santo imprime en vuestras almas y en nuestro ser un conocimiento tan alto como es posible del ser de Dios Padre.
11.6. Ahora bien, esta majestad divina hecha conocimiento en las creaturas racionales es lo que propiamente se llama “gloria de Dios”. Se trata de un género particular de conocimiento cuya firmeza es anterior a toda demostración. Si lo quieres decir así, es una certeza que subsiste en el orden de la fe. A este respecto dijo Pablo de los incrédulos que habían sido “cegados” por el dios de este mundo “para impedir que vean brillar el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios” (2 Cor 4,4).
11.7. La gloria es el alborear de algo que supera a la creación, “algo” cuya imagen a duras penas puede suponerse en la contemplación del acto magnífico por el que la voluntad divina hizo el mundo que conoces. Piensa en lo que esto significa: cuanto más grande es una realidad, mayores tienen que ser los términos necesarios para describirlo o compararlo. Pues yo te digo que un solo episodio de la gloria divina sólo encuentra una comparación apropiada en la creación de un universo entero. Por esto te dice el bienaventurado Apóstol: “El mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Cor 4,6).
11.8. ¡La gloria de Dios! ¿Qué es esta gloria sino la participación de lo que Dios sabe de sí mismo? ¿Qué es sino la entrada en su mismo aliento? ¿Qué es sino la llegada al hogar divino y respuesta última a lo que preguntaron aquellos dos discípulos: “Maestro, ¿dónde moras?” (Jn 1,38)?
11.9. La gloria de Dios es el gozo de los Ángeles, es un ámbito de fortaleza, es manantial puro de una luz sin ocaso, sin medida ni frontera. ¿Has visto que los artistas suelen representar a los santos con aureolas? La gloria es la aureola de Dios, el Santo de los Santos; es el halo que nimba su potencia incalculable, es una centella victoriosa que atraviesa el universo de uno a otro confín; es el lenguaje del Cielo, pues aquí no se habla otra lengua ni se piensa en nada distinto. Mira un océano de luz; imagina una cascada de cantos, arpegios, acordes e himnos; escribe, si puedes, en cada grano de arena de cada playa poesías de amor y alabanza, y llama a los Ángeles más santos para que las declamen… tal vez así puedas hacerte alguna idea de lo que significa que Dios haya querido que nosotros los Ángeles y vosotros los hombres tuviésemos noticia cierta e incontestable de su ser íntimo.
11.10. ¡La gloria de Dios! ¿Por qué pensáis tan poco en la gloria de Dios, hombres mortales? ¿Qué pensamientos son tan importantes para vosotros, en qué se ocupan vuestras mentes, que languidecen distraídas ante estos misterios que, si es verdad que son profundos, ya no están escondidos? ¡Hombres míseros y miserables! ¿Cómo puedo llamaros, si veo que pasáis los días sin un pensamiento para Dios, y pasáis los años mendigando gloria unos de otros (cf. Jn 5,44)? ¿Qué es eso tan trascendental, qué es eso tan valioso y tan substancial en que os ocupáis, que vale más que la Palabra de Dios?
11.11. Tú, amado, conserva este ejemplo en tu mente. Piensa en una flor que, llegada a la primavera, se abre, y ahora muestra sus hermosos pétalos. Toda esa belleza que ahora ves es la misma que antes se ocultaba; todo ese perfume que ahora aspiras es el mismo que antes se escondía. Así es Cristo. Cristo es el acontecer de Dios en la Historia vuestra, ¡oh amadísimos hijos de Adán! Cristo es la primavera de Dios; Él es su gloria.
11.12. Lo que ven vuestros ojos es Dios mismo; lo que aspira vuestro pecho es Dios mismo; a quien oyen vuestros oídos es a Dios mismo. El mismo Dios que antes parecía estar como “vuelto hacia sí” (cf. 1 Jn 1,2), al modo de la flor que no dejaba ver sus pétalos, ahora ha hecho brillar ante tus ojos su propia belleza. ¿Podía darte más? ¿Podía quererte más? Y esto lo ha hecho contigo, hombre, que no sólo no lo merecías por ser creatura, sino que lo habías desmerecido por ser pecador.
11.13. ¿Ante quién, respóndeme, ante quién mostró Cristo toda la fuerza del amor divino? ¿No fue la Cruz la máxima muestra de su amor? ¿Y ante quiénes presentó tal espectáculo sublime, que ningún Ángel había visto y ni siquiera podía imaginar? ¡Ante vosotros, hombres inconscientes, hombres ingratos! Ante vuestros ojos miopes y borrosos, ante vuestro corazón adúltero, ante vuestra mente aturdida.
11.14. Para nosotros los Ángeles, que no podemos desprender la mirada del Hijo y Verbo del Padre, es clara la presencia divina en el Cristo de la Cruz. Para vosotros, en cambio, lo que se cumple es aquello que anunció Isaías: “¡Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche!” (Is 55,1). Así clama Dios Padre, mostrando a todos su propio y único Hijo, desmayado de amores en el árbol de la Cruz. Como si fuera Dios el mendigo y no vosotros, pide a los hombres que no le merecen que miren a su Hijo, a quien ha entregado a la muerte como rescate de ellos. ¡Y hay todavía entre vosotros quien duda y se retrasa! “¡Venid!”, dice este Mercader que quiere que compréis sin plata y sin pagar, porque Él mismo pagó todo precio. “¡Venid!”, grita por los rincones del Universo, como buscando a Adán que quiere volver al Paraíso; “¡venid!”, os dice, “¡ved que el precio está saldado y el banquete os aguarda!”. Si no lo sabías, te digo que el que esto ha hecho y sigue haciendo es Dios, tu Padre. Y por eso es sabido en todo el Cielo que no hay gloria como la gloria de la Cruz, y que el Crucificado es el Señor y Juez de todos.
11.15. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.