Cuando se piensa que ni la Santísima Virgen puede hacer lo que un sacerdote; cuando se piensa que ni los ángeles, ni los arcángeles, ni Miguel, ni Gabriel, ni Rafael, ni príncipe alguno que aquellos que vencieron a Lucifer pueden hacer lo que un sacerdote;
Cuando se piensa que Nuestro Señor Jesucristo, en la última Cena, realizó un milagro más grande que la creación del universo con todos sus esplendores, y fue convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo; y que este portento, ante el cual se arrodillan los ángeles y los hombres, puede repetirlo cada día un sacerdote;
Cuando se piensa en el otro milagro que solamente un sacerdote puede realizar: perdonar los pecados, y que lo que él ata en el fondo de su humilde confesionario, Dios, obligado por su propia palabra, lo ata en el Cielo, y lo que él desata, en el mismo instante lo desata Dios;
Cuando se piensa que la humanidad se ha redimido y que el mundo subsiste porque hay hombres y mujeres que se alimentan cada día de ese Cuerpo y de esa Sangre redentora que sólo un sacerdote puede realizar;
Cuando se piensa que el mundo moriría de la peor hambre si llegara a faltarle ese poquito de pan y ese poquito de vino;
Cuando se piensa que eso puede ocurrir porque están faltando las vocaciones sacerdotales; y que cuando eso ocurra se conmoverán los cielos y estallará la tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes aullarán de hambre y de angustia, y pedirán ese pan, y no habrá quien se los dé; y pedirán la absolución de sus culpas y no habrá quién las absuelva, y morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos;
Cuando se piensa que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él;
Cuando se piensa que un sacerdote cuando celebra en el altar tiene una dignidad infinitamente mayor que un rey; y que no es ni un símbolo, ni siquiera un embajador de Cristo, sino que es Cristo mismo que está allí repitiendo el mayor milagro de Dios.
Cuando se piensa todo esto, uno comprende la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales; Uno comprende el afán con que, en tiempos antiguos, cada familia ansiaba que de su seno brotase, como una vara de nardo, una vocación sacerdotal; Uno comprende el inmenso respeto que los pueblos tenían por los sacerdotes, lo que se reflejaba en las leyes;
Uno comprende que el peor crimen que puede cometer alguien es impedir o desalentar una vocación;
Uno comprende que provocar una apostasía es ser como Judas y vender a Cristo de nuevo;
Uno comprende que más que una iglesia, y más que una escuela, y más que un hospital, es un seminario o un noviciado; Uno comprende que dar para construir o mantener un seminario o un noviciado es multiplicar los nacimientos del Redentor;
Uno comprende que dar para costear los estudios de un joven seminarista o de un novicio es allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre, que durante media hora, cada día, será mucho más que todas las dignidades de la tierra y que todos los santos del cielo, pues será Cristo mismo, sacrificando su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo.