6.1. Después de celebrar la Santa Misa he compartido un momento con mis hermanos de Comunidad. Después, ya en mi habitación, he escuchado al Ángel.
6.2. “¡Santo!, ¡Santo!, ¡Santo es el Señor Dios del universo!”: aquello que cantáis cuando celebráis la Santa Misa es un dulce eco de las alabanzas celestes; así lo enseñó Isaías (Is 6,3), y así es. Especialmente en ese momento precioso la Iglesia del Cielo y de la Tierra se reúne en el amor y la adoración, y todos, vosotros y nosotros, gozamos de la comunión y de la amistad en Dios. ¡Qué paradoja saber que mientras que esto es así en cada Eucaristía, muchos hoy siguen buscando, como a tientas, reunirse o comunicarse con nosotros los Ángeles, porque desean hallar en nosotros fuerza, belleza, pureza y sabiduría!
6.3. No son malos estos deseos, aunque muchos de esos corazones se vayan por vados que ciertamente no son los de Dios, en la medida en que no admiten el camino por el que Dios ha querido salirles al encuentro, es decir, en la palabra, la vida, la obra y la bienaventurada Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
6.4. Es bueno, muy bueno, desear nuestra amistad, porque Dios ha querido que seamos ministros en favor de vuestra salvación; lo que no es bueno es acercarse o pretender acercarse a nosotros dando la espalda a la oferta de gracia que Dios ha querido concederos en su Único y Divino Hijo. Tú, que sabes esto, predícalo a tus hermanos; pero escúchame bien: no seas duro con los que veas extraviados. Dios, que escruta los corazones, sabe con cuáles intenciones y con cuánto anhelo cada quien busca, y de Él hemos sabido que quienes yerran en esto más suelen hacerlo por ignorancia, debilidad o engaño de otros, que por desprecio al mismo Dios. Revístete, pues, de dulzura, sin abandonar la firmeza, y haz que el Hijo de Dios sea conocido como Rey y Cabeza de todos sus Ángeles.
6.5. Por lo demás, ¿crees que era distinta la condición de la Humanidad en los tiempos antiguos? Sólo entre brumas, amigo mío, sólo entre brumas y dudas aquellos patriarcas avanzaron guiados por la luz tenue y a la vez robusta que es la fe. Muchos de tus contemporáneos se parecen a aquellos antiguos: buscan, como entre sombras y penumbras, y cansados y confusos como están, más de una vez se sientan al borde del camino y llaman “estrella” a la modesta hoguera que han podido encender para no morir de frío. Por eso, si te acercas a ellos ardiendo de compasión y misericordia, de esa misericordia que todo corazón humano necesita pero que sólo tiene fuente en el Corazón de Jesucristo, puedes estar seguro que el hielo de sus almas irá cediendo, y tal vez ellos, como los patriarcas de edades pretéritas, aclaren sus ojos y puedan ver a su Bendito Salvador.
6.6. Tal ha de ser tu norma: que el amor te haga hablar. Son las palabras del amor las que abren los cerrojos más pesados y revientan las cadenas más terribles. En silencio llénate de amor y luego por amor deja fluir las palabras del amor. Todos esos que corren a los espectáculos mundanos y a las librerías esotéricas, y a los placeres nocivos, ¿qué buscan, dime, qué buscan sino el rastro del amor? ¡Si pudieran ver que ese rastro está marcado por las gotas de la preciosísima Sangre de Jesús camino del Calvario! A ti te corresponde tomarlos como de la mano y llevarlos hasta ese rastro de amores; seguir con ellos esas huellas de piedad y postrarte con ellos ante el portal de la misericordia, es decir, ante el pecho abierto del Hijo de Dios.
6.7. Así pues, si te es preciso discutir con alguien, empieza por ganarle en una cosa: ámale mucho más de lo que él te ama. Si le vences en esto es posible que le venzas en lo demás; si fracasas en esto no podrán tus razones convencerle, porque el miedo del que no se sabe amado es el cerrojo más fuerte del alma humana.
6.8. No pienses, sin embargo, que tu amor, o por decir mejor, el amor que Dios te dé, hará todas las conversiones. El amor en ningún caso te hace dueño sino servidor de las almas. Ellas tienen su dueño en Aquel que las creó con su poder incomprensible y las redimió con su piedad inenarrable. Con tu amor lo que logras es servir al designio del Señor tuyo y de ellas, pero así como no llamarías propiamente “causa” de una novela al esfero con que fue escrita, así tampoco llegues a pensar que eres causa de la salvación de nadie.
6.9. Alégrate, más bien, y agradece que Dios te haga partícipe de su manera de mirar y amar el mundo, en lo que siempre sales ganando tú. Porque en tu misión evangélica no siempre lograrás lo que tú quieres, ni siempre que lo logres podrás verlo con tus ojos; en cambio, siempre tendrás el gozo de haber sido poseído por un poquito del amor eterno con que Dios ama a su pueblo y por haber escuchado el gemido compasivo con que anhela vuestra salvación más que vosotros mismos.
6.10. De aquí debes aprender a no trabajar por ver frutos, sino por unirte más al amor con que Dios siembra su palabra y esparce su ternura “sobre malos y buenos”, como dijo Nuestro Señor Jesucristo. Y que tu recompensa sea ese amor. Piensa que esa recompensa nadie te la puede quitar, mientras que los frutos sí que pueden ser arrebatados, falsificados o adulterados. Mal evangelizador vas a ser si tu paz y tu empeño llegan a depender de algo tan frágil como es el corazón humano, que hoy dice “sí” y mañana dice “no”.
6.11. Quede, pues, como doctrina firme de tu alma que la fuente y al mismo tiempo la meta y única recompensa de tu evangelización es el amor con que Dios te ha amado a ti y a sus creaturas. Si perseveras en esta enseñanza, la paz, que a veces te parece tan esquiva, se posará gozosa en tu corazón y la alegría morará en tu alma.
6.12. Sí: deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.
6.13. He dado gracias a Dios y me he dispuesto a seguir las labores de este día.