De acuerdo: hablemos de hábitos y sotanas
Creo que conozco ya las dos versiones: hábito usado todo el tiempo y hábito usado poco o casi nunca. Lo primero, en Chiquinquirá y Bogotá; lo segundo, en Villavicencio y Dublín. ¿Con qué me quedo a fecha de hoy?
La legislación oficial de la Iglesia es clara al respecto: sacerdotes y religiosos deben identificarse por su vestido; la práctica común en la Iglesia también es clara: muchos sacerdotes no se identifican por su traje y muchos más usan ropa clerical sólo cuando les conviene.
Dos refranes compiten en esta materia. Uno dice: “el hábito no hace al monje;” el otro dice: “no sólo hay que serlo sino parecerlo.” Hasta un cierto punto, dos mentalidades colisionan también aquí: los de “hábito o clergyman siempre” suelen ser más conservadores o de derecha; los de “ropa normal” suelen ser más progresistas o de izquierda. Muchos de los que se visten juiciosamente “como padrecitos” son cercanos a las curias, los obispos y los seminarios; los que no parecen tan “padrecitos” prefieren o dicen preferir el trabajo “de campo” y aparentemente les interesa menos trepar por lo que a veces llaman la escalera del poder. Digo todo esto no por simple estereotipo sino para que seamos conscientes desde el principio que en esto concluyen más factores y dimensiones de las que uno pensaría inicialmente.
Debo decir que los argumentos a lado y lado a mí me suenan bastante convincentes. Un modo interesante de mirarlos es en la forma de un diálogo entre dos sacerdotes, Fidelio y Federico. Los nombres de ellos y de todas las personas y casi todos los lugares han sido cambiados.
En esta transcripción, Federico toma primero la palabra:
–Para mí el hábito o la sotana tienden a ser signos de poder o de clase, que no tienen nada que ver con la vida de Jesús. Él no se distinguió ni separó de la gente por un comportamiento extraño, a menos que consideremos extraño que alguien esté siempre dispuesto a amar y servir. Tampoco usó un vestido especial y más bien criticó a los fariseos que usaban flecos y adornos para mostrarse como distintos. Y en cuanto a los apóstoles, ¿cuáles son sus trajes especiales?
–No estoy de acuerdo. La Iglesia es una realidad viva y no podemos medir la autenticidad en términos cronológicos. Para estar más cerca de Jesús no hay que hablar arameo. La Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo y de sus legítimos pastores, ha encontrado modos propios de expresar su ser y su misión, y en ese sentido es apenas normal que haya una evolución que conduce hacia la figura del sacerdote como hoy podemos entenderla. En esa comprensión madurada por la Iglesia entendemos que el vestido, sin ser algo absolutamente esencial, sí añade mucho a la dignidad, el trato y el apostolado mismo de los que han sido elegidos por Dios para una misión incomparable.
–Pero, Fidelio, tú hablas de “la” figura del sacerdote como algo que ya estuviera establecido de una vez y para siempre. Si admites que la comunidad creyente evolucionó y llegó en cierto momento a entender de un modo peculiar al sacerdote, ¿por qué no admites que esa evolución puede estar viva también hoy, y que esa misma evolución, como el crecer de los árboles, no tiene que acabar necesariamente en una sola rama? Además, no nos engañemos: ¿no hay algo de sospechoso en que tú, que eres sacerdote, hables de la “incomparable dignidad” del sacerdote?
–¡Tú también eres sacerdote, hermano querido, Federico, así no te interese parecerlo! Y si yo hablo de dignidad, no tienes por qué juzgarme y suponer que estoy buscando privilegios. Una dignidad es también una responsabilidad. Es verdad que algunos inmaduros pueden mirar su sotana como un modo de ganarse venias y reverencias, pero para mí y para miles de sacerdotes, esta ropa es un signo de una ofrenda, es un recordatorio permanente de eso que también tú escuchaste el día de tu ordenación: “Tu es sacerdos in aeternum: Tú eres sacerdote para siempre” ¡Eso no lo puedes negar!
–Hermano querido, tú tampoco puedes suponer que el hecho de que yo no quiera vestirme de cura implica que no quiero ser lo que prometí en mi ordenación. Eso es juzgar de las intenciones de otro. Y ese es un problema muy grave que yo veo con tanto alzacuellos y tanto roquete: es el imperio de las apariencias. Detrás o debajo de todo ese ornamento, ¿qué hay en la realidad? ¡Seres humanos, de carne y hueso, con toda su codicia, sus intrigas, y muchas veces su misma impureza!
–No exageremos, Federico, no exageremos. Así como hay pecados en el clero hay también mucha generosidad y mucho heroísmo. Mi Dios me ha concedido conocer verdaderos santos. Yo recuerdo esos padres del seminario: ¡qué hombres tan sencillos y a la vez tan conscientes de su augusta dignidad! Tú te acercabas a ellos y encontrabas, ¿cómo llamarlo? Ese hálito sobrenatural… ¡sí, sí, creo que esa es la palabra! Es el paso sobrenatural, es transparentar ante los hombres que las realidades de este mundo son transitorias y que nuestra verdadera vocación es trascendente, y aún me atrevo a decir, celestial.
–Fidelio, si yo no debo ser muy crítico, tú tampoco caigas en la ingenuidad. Yo estudié en el mismo seminario y de allí tuve que salirme antes de que me sacaran. Sí, tú tienes razón: mucho incienso y mucha ceremonia, y todo muy sobrenatural y misterioso. Pero luego el misterio se iba adueñando de otras áreas de la vida. Era misterioso el tema de las finanzas. Los alumnos nunca pudimos saber por qué tenía que haber tanta diferencia entre la comida de los padres y la de los seminaristas. Era misterioso el tema de la humildad. Yo nunca pude entender por qué el padre rector tenía que tener empleados y secretarios para todo. Mira, no quiero ser desagradecido, pero estarás de acuerdo conmigo en que es muy difícil ver la humildad de Jesús en un hombre que jamás tenía que lavar su ropa, limpiar su cuarto o preocuparse siquiera por comprar la fina picadura de su pipa.
–¡Federico, Federico! ¡Te me estás quedando en lo externo! ¿Qué tanto importa la pipa de ese santo sacerdote, cuando piensas en el bien que nos hizo a decenas y decenas de seminaristas! ¿Cuántos de nosotros no encontramos consuelo y sabia dirección en su palabra experimentada y prudente? Por supuesto que un hombre así necesita ayuda para las cosas menores, pero yo te digo que yo mismo me sentía feliz de servirle y de ayudarle en sus cosas personales, porque entendía que con eso estaba aliviando en algo la carga que el padre rector llevaba sobre sus hombros. ¡Es que nosotros no éramos fáciles de llevar tampoco! ¿O ya se te olvidó?
–A mí hay muchas cosas que no se me olvidan. No se me olvida, por ejemplo, el día que el padre Alberto, que era el único que se dejaba tratar como un amigo y sin tanta arandela, nos dijo como en secreto después de una comida: “Acuérdense de mí muchachos, que el padre rector va para obispo como decir que ahora es de noche.” ¡Dicho y hecho! El padrecito hizo bien su tarea, y ahí lo tienes: ya es monseñor, ya tiene su palacio episcopal, y ahí sigue con su pipa, por cierto. A propósito, ¿no te ha llamado para que le colabores con alguna vicaría? Tú sí estarías para eso, hermano. Y si te portas bien, ¿quién quita que te ganes tu mitra también?
–¡Por Dios, Federico, qué lenguaje es ese! Es como si desconocieras la acción misma del Espíritu Santo. ¿No te has preguntado si lo tuyo no será falta de fe? Yo creo que mides las cosas con un rasero “humano, demasiado humano,” como dijo tu tocayo Nietzsche, que tanto ofendió nuestra fe y el Nombre de Cristo.
–No me tomes tan en serio, tampoco. Tú sabes que siempre he tenido un poco de tomador de pelo. Y ahí va otra cosa que tampoco me gusta. La gente que se llena de vestidos clericales se vuelve tiesa. Tú dices que yo soy demasiado humano, pero esa inhumanidad que se gasta la Iglesia, da dolor, mi hermano. Al que se porta bien le dan su medalla, ya se trate del puesto que quiere, la parroquia que da más platica, o simplemente que no le molesten la vida. En cambio, nosotros, los críticos, los demasiado humanos, estamos como condenados a la periferia, excluidos de las altas esferas, proscritos y calumniados. Cosa que no me molesta del todo, porque, ya verás: yo tengo también mi espiritualidad. No soy de demasiados rezos, así como tú, pero yo le hablo al buen Jesús y a veces le digo: “Señor, si tú volvieras, ¿no serías uno de los desclasificados, uno de los excluidos?” Y meditando en eso me siento feliz y pienso que yo no me hice cura para caerle bien a un obispo sino para agradarle a mi Dios y para servir a su pueblo.
Pero Federico no tiene la última palabra. Fidelio tiene mucho más que comentar… la próxima semana.