Antes que nada es un hombre, un hombre que siente, que llora, que tropieza, que ríe y que duerme. Un hombre que busca, que necesita, que pide y que ama. Un hombre.
Dios en Jesucristo, le trastornó la vida. Lo eligió, le mostró su afecto, lo llamó a seguirlo, le entregó un mensaje, le dio una misión y lo conquistó definitivamente.
Por eso, como una locura incomprensible decidió dejar todas las cosas para ir con Él por los caminos.
Abandonadas quedaron en el lago unas barcas y unas redes. Allí quedó una profesión, un estudio, un gran futuro o una gran fortuna. Allí quedó la hacienda, la familia, la patria, la esperanza de una encantadora mujer y unos hijos muy hermosos.
Sólo por EL, para darle a EL más minutos de la vida. Para conversar con ÉL sin interrupción. Para amarlo a ÉL con el corazón entero, para hablar sobre ÉL en cualquier momento.
Y así enamorado locamente, entra en cada casa para entregar una sonrisa, preside una asamblea para dar a Dios las gracias, perdona a un hombre arrepentido, para que pueda encontrar la paz, entrega su consejo sin esperar retribuciones.
Y a los pobres anuncia el Evangelio para que trabajen por su liberación. Su más profunda alegría y su aspiración más auténtica es que el joven o el adulto conozca a Jesús y lo experimente cerca.
Su único deseo es que los hombres se amen con el estilo de su amor. Que no teman. Que vivan. Que sean hombres plenamente. Que reconozcan la compañía cariñosa de un Dios que es y se declara Padre. El sacerdote es un hombre.
Muchos defectos y mediocridad lo limitan. Es débil, es a veces cobarde, ama a medias. Se apasiona. Es verdad. Pero él no fue llamado por su admirable perfección. Dios no lo eligió por el brillo de sus virtudes. Es llamado para ser instrumento, portavoz y transmisor de El.
En su gran debilidad Dios se muestra fuerte. Por eso el sacerdote no se anuncia a sí mismo. Anuncia siempre al que lo envió y a la comunidad que lo prolonga. Es ministro de la Iglesia a la que sirve. Trabaja en comunión.
Se afirma en la oración porque necesita oir a Dios antes de proclamar lo que El dice. Un sacerdote es padre amoroso para todos. Es pastor que da la vida. Es liturgo que celebra el paso de Dios entre nosotros. Es amigo, de los niños y de los enfermos, de los jóvenes y de los pobres, de los que necesitan cariño o compañía.
Y entre lágrimas y gozos ambiciona sólo una cosa: poder decir sinceramente: “Esto es mi cuerpo para que ustedes lo coman” “Esta es la sangre de mi vida, la derramo por ustedes, por cada uno, por todos, con un amor que me desborda”.