El socialismo significa cosas muy distintas en los distintos lugares. De la lucha vigorosa por la defensa de los más pobres al feminismo extremo, y de lo económico a lo ecológico, los socialistas cubren un espectro alucinante.
Parece que hubiera una coincidencia en el interés por proteger los derechos de los rezagados u olvidados del sistema, sean estos los pobres, las minorías étnicas o las parejas homosexuales. En cada caso, la bandera es: “Hay alguien a quien no se está respetando en sus derechos.” La estrategia es unir a la gente, manifestar, hacer visible al excluido e ir escalando en el poder. Los argumentos consisten sobre todo en mostrar cómo el sistema excluye activamente a algunos.
El socialismo cree en el poder del Estado, busca tener poder en el aparato estatal–si no, no sería una opción política–, y a la vez quiere mantenerse como crítico autorizado y coherente del Estado. Por todo ello, parece que la Izquierda es más auténtica cuando hace oposición. Llegando al poder usualmente pierde esa mordiente de crítica, y en algunos casos, como con el comunismo soviético, no da paso a una democracia real. Un socialismo (o comunismo) que no permite otras expresiones de opinión es una contradicción flagrante pero se ha dado y se sigue dando.
Todo esto viene a que el socialismo se va haciendo más y más con el poder en Suramérica. Pero hay un patito feo. El niño diferente del barrio se llama Colombia. Todo indica que mientras que Chávez se hace fuerte en Venezuela, Morales gana arrasando en Bolivia, Lula está firme a pesar de los escándalos de su partido y Bachelet triunfa por anticipado en Chile, mientras todo el vecindario canta en clave de izquierda Colombia tiene su propia historia de desconfianzas y heridas que hacen improbable para el futuro próximo que un movimiento socialista se haga con el poder.
En ello influyen varias cosas pero sobre todo el hecho de que las banderas clásicas de la izquierda fueron secuestradas hace mucho tiempo por la guerrilla, con lo cual los socialistas han quedado en una situación muy incómoda en Colombia: sus discursos o suenan a “más violencia” o dicen muy poco–en la práctica nada que no pueda ofrecer la política independiente o caudillista, tipo Alvaro Uribe.
Por supuesto, tengo muchas razones para desconfiar de la izquierda política, a la que veo tan inconsecuente. Por sólo mencionar algo: si van a defender a los olvidados, ¿no deberían ser los primeros en la línea de lucha contra el aborto? A pesar de ello, pienso que la falta de una alternativa política de partido no es sana para mi país, y estoy convencido que el ostracismo al que ello nos conduce nos es bueno para nosotros ni para el futuro de la región.
Quizá las cosas cambien; pero para ser realistas ello no sucederá antes de una generación. Sólo cuando las conquistas que prometió Uribe en su primera campaña sean una realidad palpable, y se reactive la inversión extranjera, Colombia empezará a tantear modos nuevos de hacer política. Hasta es posible que vuelvan las ideas, y no sólo los rostros, a la arena del debate.