1. Un enfoque sobre la separación entre Iglesia y Estado
La separación entre la Iglesia y el Estado puede interpretarse de varias maneras. Una de ellas es que el Estado es el encargado de mantener la imparcialidad entre las distintas corrientes religiosas.
Esta perspectiva supone dos asignaciones al Estado: neutralidad y poder. El Estado es neutro porque no es confesional. Pero además es poderoso, pues se supone que vela por la neutralidad que se le ha dado como encargo. Lo que es un deber, preservarse neutro, implica un derecho: hacer valer su autoridad como árbitro.
De este planteamiento surgen dos cuestiones relacionadas. Primera: ¿cómo se reglamenta el ejercicio del poder del Estado sobre las confesiones religiosas? Segunda: ¿qué estatuto adquieren quienes se presentan socialmente como no religiosos, esto es, como no pertenecientes a ninguna religión?
2. Fundamentos del poder en el Estado neutro
Los antiguos reyes hablaban de un “derecho divino” que les asistía para ejercer el poder. En efecto, si un ser humano pretende gobernar a otros tiene qué explicar por qué lo hace, o sea, qué o quién le da esa autoridad.
El Estado neutro necesita también una justificación sobre su propio poder. No puede encontrarla en Dios, por supuesto; la encuentra entonces en el mismo pueblo. El gobernante, dentro de este esquema, tiene poder porque el pueblo se lo ha dado. Es un poder que viene limitado de varias maneras:
- Es un poder que se basa en una Constitución y en unas leyes que el gobernante no puede crear, suprimir o modificar a su antojo; para eso está el Congreso, como cuerpo legislativo.
- Es un poder fiscalizado a través de contralorías, procuradurías, personerías, u otros organismos previstos por la ley.
- Es un poder temporal, que incluso en circunstancias extremas puede ser quitado, por intervención especial de la Corte Suprema de Justicia.
- Es también un poder que, en principio, es público en las razones o explicaciones de sus procedimientos, y que por eso puede ser interrogado por los medios de comunicación social.
Sobre la base de esas limitaciones hay un modelo de gobierno estable y coherente: el pueblo cede al gobierno una parte de su poder, es decir, del derecho de cada persona sobre sí misma, sobre los que tiene a cargo, y sobre sus posesiones. Esta cesión se hace explícita a través de los diversos procesos electorales, directos o indirectos, que tienen como última fuente la voluntad soberana de los ciudadanos, esto es, de cada ciudadano.