Nuevas perspectivas
Sin embargo de lo dicho, sigue como especie de deuda pendiente el reto de la enseñanza moral de la Iglesia. Las grandezas y riquezas del Concilio seguirán de algún modo sepultadas mientras no se aclare la cuestión hermenéutica, es decir, cómo hemos de entender “lo humano”: con qué racionalidad y en qué términos de lenguaje. Esa cuestión es alimentada y alimenta a su vez al problema moral por excelencia, según Kant: ¿qué debo hacer?
La pregunta moral es completamente humana, por una parte; y es de absoluto interés para los cristianos, por la otra. Como vimos en el caso de Juan Pablo II, una teoría demasiado completa y razonada de la propuesta moral cristiana puede introducirnos en el mismo callejón sin salida de la frase aquella: “vamos a explicar a todos qué es la Iglesia…”
Pero, desde luego, tampoco es viable descartar a la razón y pretender apoyarse en una fe anti-racional o en una autoridad revestida sólo del ropaje de la fe o la sacralidad. Si alguna vez ese pudo ser el camino para ganar ascendiente entre el pueblo sencillo, ni hoy ni en el futuro volverá a serlo.
Por supuesto, tampoco es solución empezar a negociar la calidad de la enseñaza moral nuestra, ni decidir por presiones de mayoría qué es lo bueno y qué es lo malo, ni tampoco entrar en una tolerancia fácil que quisiera hacerse pasar por misericordia o “humanidad.”
Creo que como Iglesia no tenemos una respuesta completa sobre esta delicada materia, que de algún modo condiciona y condicionará la aplicación del Concilio Vaticano II.
Hay pasos, sin embargo, que creo que van en la dirección correcta, y uno de ellos es recuperar los nexos que unen ley y libertad; libertad y verdad; felicidad y ley (o deber); y finalmente, deber presente y esperanza futura. Todo ello requiere una conexión íntima y renovada con la Escritura, la liturgia, la predicación de los Padres y la vida concreta de comunidades concretas también. Un texto inspirado e inspirador podría ser aquello de Benedcito XVI:
El don de la ley en el Sinaí no fue una restricción o una abolición de la libertad, sino el fundamento de la verdadera libertad. Y, dado que un justo ordenamiento humano sólo puede mantenerse si proviene de Dios y si une a los hombres en la perspectiva de Dios, a una organización ordenada de las libertades humanas no pueden faltarle los mandamientos que Dios mismo da. (Homilía del 15 de mayo de 2005, solemnidad de Pentecostés)
El bien universal no llega a ser universal sobre la grupa de una razón secular; eso quedó demostrado con un precio altísimo de dolor durante estos primeros 40 años de postconcilio.
Pero hay otras formas de universales, distintos de los conceptos. Parábolas, como las del Evangelio; la aceptación general de la genuina caridad en todas partes; el poder de algunos símbolos, incluso sencillos, como compartir la mesa; la capacidad de ganar atención contando lo que ha sucedido en la propia vida: todos estos son caminos hasta cierto punto inexplorados, siempre antiguos y siempre nuevos, que pueden servir para predicar el bien en el que creemos.
El Concilio encierra preciosos y abundantes tesoros que por el momento casi parece que no existieran bajo el peso de unas pocas controversias que han puesto un velo de sospecha o retorcido la posibilidad misma de acceder a la mente de los Padres que en él intervinieron. No está todo perdido ni es tiempo de derrotismo, pero debe quedar ya atrás la ingenuidad: hoy más que nunca la Iglesia necesita recuperar la alegría acorde al don que le ha dado vida.
En fin, quiera Dios otorgar más y más su Espíritu al Papa y a quienes han recibido de Cristo el encargo pastorear el rebaño, para que con sabiduría, firmeza y viva caridad puedan guiarnos a través de las aguas, tantas veces turbulentas, de este siglo XXI.