Después de los diagnósticos sombríos es fácil instalarse en la desesperanza. Sin embargo, todo lo que se ha dicho sobre la falta de vocaciones o sobre la crisis de las familias no logra responder una pregunta sencilla y directa: ¿era mejor el mundo que encontraron los apóstoles?
Ya se hable de materialismo o de vidas libertinas, ya se abunde en crisis de valores o en lo que está o no de moda, lo que yo veo es que el mundo que encontraron los primeros testigos del evangelio tenía TODO menos la disposición para acoger a Jesucristo. Las burlas y el aislamiento, el hostigamiento e incluso la persecución que sufrieron los primeros cristianos muestra que un creyente no es el que encuentra oportunidades sino el que las crea.
Es como una contradicción que digamos que no hay buenos cristianos porque no se dan las circunstancias. Si van a ser las circunstancias las que determinen si hay o no cristianos, no estamos hablando de cristianismo en realidad. Lo propio nuestro es hacer de los desiertos jardines y de la aridez manantial. Somos especialistas en sacar aguas de la roca y hacer revivir los muertos. De Jesús, nuestro líder, hemos aprendido que poco se le puede creer a este mundo y que todo se le puede creer al poder de Dios.
Por supuesto, esto no significa que cualquier versión sobre la vida religiosa sea compatible con cualquier tiempo o circunstancias. De hecho, la Iglesia puede reconocer sin pánico que una proporción considerable de comunidades se han extinguido, y ello ni presagia ni prefigura el declinar de la Iglesia misma. Lo que sí podemos afirmar es que ella, la Iglesia, goza de la firmeza del cimiento que ha recibido, que es el mismo Cristo, y puesto que la radicalidad no pierde encanto sobre el corazón humano, la vida religiosa podemos creer que tendrá siempre su maravilloso atractivo.
La clave está en que Jesús sea amado apasionadamente. El amor–también el amor divino, por supuesto–se ve en los ojos, se nota en el tono de la voz; el amor brilla en las palabras que han sido primero pronunciadas como confesiones de una noche de plegaria o en el canto de los pechos que han suspirado por unirse al Amado. La primera pregunta que deben hacerse las religiosas no es si sus apostolados son actuales o anticuados, o si hay que cambiar el hábito o ponerse otra ropa. Lo primero es recuperar la capacidad de hablar con entusiasmo contagioso de la vida de Cristo, de su dolorosa Pasión, de su aspecto bello y santo, de su palabra sabia y liberadora. Dadme mujeres que tengan ese brillo de cielo en los ojos y yo mismo construiré conventos para ellas.
Y eso que siento yo lo sienten muchos bautizados. Las religiosas serán amadas, muy amadas por muchos, en la medida en que brille en ellas ese amor sublime hacia el Cordero Inmaculado. Las familias querrán que mujeres así impregnen de su virtud a las propias hijas. Los enfermos buscarán esas manos santas para ser aliviados. Los pueblos paganos se rendirán a la eficacia de su voz dulce y poderosa a la vez. Los monasterios brillarán por su sencillez elocuente y por su liturgia, prestada de los cielos.
Serán siempre mujeres, y como tales tendrán defectos, roces, celotipias o pretensiones de dominación. Nada de eso escandaliza ni detiene al que haya leído con atención el Evangelio. Poca atención merece el perdedor en una batalla, y en la batalla entre Cristo y el pecado ya sabemos quién es quién.
El futuro nos deparará muchas sorpresas. Quizá no el futuro inmediato pero estoy seguro que en el mediano plazo la Iglesia verá con gozo cómo florecen nuevas formas de consagración y como reverdecen estilos que alguna vez creímos en peligro de extinción. Y en esa época, no nosotros, que talvez ya no estemos en esta tierra, sino los que anden por aquí, leerán apuntes como estos, y dirán: ¡Qué lejos parece todo eso ahora!