El presidente chino, Hu Jintao, rechazó ayer las peticiones de su homólogo estadounidense, George W. Bush, para que emprenda reformas políticas y dé más libertad a sus ciudadanos, y le respondió que China “continuará construyendo su propio tipo de democracia de acuerdo con las condiciones nacionales”.
Así reportaba el periódico El País de España el magro balance de la visita del presidente de los Estados Unidos a China.
Yo mismo debo reconocer que he hablado del avance de China sobre el mundo de un modo que hoy no repetiría. Nosotros los Occidentales solemos suponer, sin base real, que nuestro modo es el único modo, o el mejor modo. Y esto vale también para las cosas que no nos atraen particularmente, como el imperialismo desbocado. Al pensar en imperios e imperialistas uno tiende a traer las consabidas asociaciones mentales, que son invariablemente de la historia de Occidente, vale decir, Alejandro Magno, los Césares, Napoléon o los británicos.
Es ya un ejercicio interesante tratar de singularizar las características comunes de esos imperios. De tal ejercicio uno podría aprender que esa no es la única forma de hacer las cosas. Muy probablemente China no tratará de “invadir” el mundo con una nueva especie de Hollywood, o poniéndonos a beber un reemplazo de la Coca-Cola. Tal vez no les interese que usemos su moneda y en todo caso no alegarán que un “dios” los puso en la ruta de conquistar nuevos pueblos. De hecho, ni siquiera sabemos si extenderse geográficamente es una de sus prioridades a mediano o largo plazo. Ignoramos si quieren que su lenguaje sea más hablado o si su forma de vida la quisieran ver en todas partes. Todo esto haría del “imperialismo” chino una cosa muy sui-generis.
Si vamos a lo político, las cosas no son más claras, por lo menos, con el tipo de claridad que nos gusta a los Occidentales adiestrados por Descartes. China no se reconoce en el comunismo soviético ni en el capitalismo norteamericano. Tiene sus propios orgullos, o sea, cosas de qué sentirse orgullosa. Su “religión” mayoritaria es sencillamenbte la promoción de todo lo chino. Es como una veneración profunda de todo lo que ellos mismos son y lo que preseinten que van a ser. Un tipo de pensamiento así es difícilmente comprensible para nosotros. No apuntan a metas trascendentes, ni siquiera en el sentido de las utopías seculares del comunismo de escuela.
Dependen también menos que nosotros de modelos en términos de individuos. Al fin y al cabo, el individuo, como concepto, es una conquista cristiana. Cada vida es importante cuando uno piensa en términos de redención, de amor de Dios, de una vida eterna con existencia personal, como los invitados al banquete del Reino. Si toda esa predicación no está en el imaginario colectivo la noción de individuo deja de actuar como un catalizador y casi puede ser visto como una amenaza. Es sabido, de hecho, que en varios de estos países del Extremo Oriente lo normal es “disolverse” o mimetizarse en el grupo, la empresa, la ciudad, el partido o la sociedad. La relación que de aquí surge es compleja: el individuo existe como encarnación de lo que todos aceptan; es un espejo de todos, que de algún modo condensa el credo o el impulso de todos. En ese sentido no va “al frente” sino como “al fondo” o “al fundamento” de todos. Con todas sus crueldades, la genialidad de Mao fue indudablemente esa: saber ofrecer algo nuevo adobándolo con los valores más tradicionales de su cultura.
No sabemos entonces qué está naciendo en China. Su modelo democrático no será necesariamente más “limpio” que el nuestro, por lo menos si uno piensa en la proverbial burocracia que rodea a los sistemas de control de ese gigantesco país. De todas maneras, será un sistema que nos hará aprender muchas cosas y que cambiará para siempre el modo como vemos el mundo.