Fr. Nelson Medina, O.P.
Hay varios momentos densos de la presencia divina. No es algo que uno pueda programar, pues como dice en varios lugares Dios Padre a Santa Catalina de Siena, no debemos “poner leyes al Espíritu Santo”. Pero es algo que sucede. Y cada vez que sucede nos transforma, nos hace distintos.
Cuando tenía diez años recuerdo que el profesor de matemáticas decidió que yo quedaba eximido de presentar el examen final del curso porque ese año me había ido muy bien en la materia. Como consecuencia, salí del salón mientras mis compañeros hacían sus exámenes. Y pensé: “¿qué hago en este tiempo?” Se me ocurrió rezar. Sentía que tenía que darle gracias a Dios porque de veras me parecía un regalo lo que me había sucedido. Y empecé a decir el Padre Nuestro. Lágrimas asomaron a mis ojos porque sentí que DE VERAS Dios es papá, Dios da regalos, Dios mira la vida de uno, así uno sea tan pequeñito como un niño de diez años.
En mi vida, la presencia de Dios se ha dejado sentir muchas veces en el contexto de la Renovación Carismática. Recuerdo el inmenso grupo de oración “Tierra Nueva” en el salón “Justicia y Alabanza” del Minuto de Dios. Las voces se unían, los corazones ardían, los brazos se levantaban aclamando con júbilo indescriptible al Rey de Reyes y Señor de Señores… Es una escena que además he podido vivir en muchas otras ocasiones y muchos otros lugares, por misericordia de Dios. En el Congreso para Hombres que organizó la “Juventud Renovada en el Espíritu Santo” en Pomona, California, en el 2002, fue impresionante ver a Dios rompiendo barreras, prejuicios, “machismos” infantiles y rostros duros con los que nosotros los hombres solemos ocultar nuestra debilidad o necesidad de amor. Y recientemente en el IX Congreso de Sanación de Familias organizado por la Asociación María Santificadora vimos el poder de Dios reconciliando familias y quebrantando corazones…!
Un modo especial de la presencia divina es la suavidad y potencia de amor que brota del Corazón de la Virgen María. Como muchos católicos no se me facilita mucho rezar el Santo Rosario, pero ello no ha sido un obstáculo para descubrir, en el Rosario y fuera de él, cuánto nos ama la Virgen. Dicen que Ella dijo en Medjugorie: “Si supierais cuánto os amo, lloraríais de alegría”. Creo que es verdad. Dios le ha concedido a María ser la GRAN SEÑAL de su gracia, pues Ella es la “Llena de Gracia” como la llamó el Arcángel Gabriel en la Anunciación. Enamorarse de María es prendarse del esplendor de Dios.
Una experiencia aparte es la que todos o casi todos hemos vivido en la CONFESIÓN. ¡Cosa más maravillosa, ver a Dios ocuparse con piedad y ternura de quien menos la merece! Ese gozo de ser perdonado es tan grande y nos deja palpar tanto a Dios que yo a veces temo que cree adicción. Y más de una vez he sentido genuina tristeza de pensar que los protestantes renuncian a esos gozos y a esas ternuras de Cristo por una supuesta “fidelidad” a la Palabra de Dios (¿?).
Y junto a la confesión, desde luego, la SANTÍSIMA EUCARISTÍA. No siempre uno como sacerdote siente ruido de alas de ángeles cuando celebra la Santa Misa, pero, con una vez que se sienta, es capaz de sobrecoger el alma y de confirmar la fe en el corazón de un modo que no cabe expresar en palabras. En el V Congreso “Palabra Viva” de Kejaritomene viví algo singular en este sentido. Hicimos la procesión de adoración al Santísimo Sacramento con la SANGRE del Señor: un cáliz con la Sangre, protegido debidamente con una película transparente. Mientras íbamos en la procesión, un niño de unos cinco o seis años se acerca y se queda mirando arrobado el caliz que yo sostenía en alto. Entonces, movido por una inspiración muy fuerte, bajé el caliz hasta la altura de la mirada del niño, que se quedó mirando extasiado el brillo de la Sangre de Cristo; después de unos segundos levantó los ojos y con una levísima sonrisa me dijo todo lo que un cristiano puede decir a un sacerdote: GRACIAS.