Jn 21, 17
Crónica de la ordenación sacerdotal de Rafael Sampayo
La Catedral Nuestra Señora del Carmen estaba dignamente adornada para una hermosa fiesta, más que una fiesta, una consagración especial. Con temor y temblor avanzamos los cuatro diáconos en medio de una multitud orgullosa de ver como Dios los bendecía con nuevos ministros para su servicio; el canto de “este es el día que hizo el Señor” inundaba todo el lugar y en mi corazón se confirmaba esa hermosa frase: sí, verdaderamente este es el día que hizo el Señor para consagrarme, para hacerme su sacerdote para la eternidad, es algo que nadie me va a quitar jamás.
Durante los días previos a la ordenación, en donde la oración, la paz, la alegría, los recuerdos hicieron paso por las vidas de quienes recibiríamos este maravilloso don, nos unimos estrechamente al compartir numerosas circunstancias que habíamos vivido a nivel individual y en medio de las comunidades en donde ejercíamos el diaconado. El apoyo y la oración de miles de personas nos mostraban cuanto nos estaba amando Dios: el llamado realizado por el Señor Obispo al Orden Sacerdotal, la alegría y dedicación de los formadores del Seminario Mayor, el orgullo de nuestras familias, el logro que tantos amigos hicieron propio este momento en que recibiríamos el Orden Sacerdotal, la esperanza de las Asociaciones nacientes en nuestra Diócesis de ver un ministro más que apoyara toda la obra que se está llevando a cabo, la mirada de muchos seminaristas de ver como algunos compañeros de ellos llegaban al momento tan anhelado del sacerdocio, la emoción en muchos jóvenes que todavía están discerniendo si Dios los está llamando para ser siervos suyos, y que en un momento de estos se podía definir su respuesta. En fin, todo estaba preparado para vivir el Gran Regalo de Dios.
Así llegué al lugar que me correspondía sentarme en la ceremonia, al lado del Diacono Hernando Tovar. Solo quería disfrutar ese momento, vivirlo, orarlo, dejarme amar por Dios. Ya todos los preparativos, temores, ensayos, habían quedado atrás, ahora era experimentar la ordenación sacerdotal en primera persona, ya no era un amigo o un conocido, no… me estaba ordenando sacerdote, y lo mejor que tenía que hacer era vivir esa Eucaristía única para mi vida.
La liturgia de una ordenación sacerdotal está cargada de numerosos signos en donde el candidato es aceptado por el Obispo, luego de ser presentado por el Rector del Seminario Mayor, el interrogatorio, la promesa de Obediencia ante el Obispo, la postración y el canto de las letanías, la imposición de las manos por parte del Obispo y todo el presbiterio, el revestirse con la estola sacerdotal y la casulla, la consagración con el santo crisma, la entrega de el cáliz y la patena, el ubicarse en el altar para la concelebración, el participar en la plegaria eucarística, el repartir la comunión como sacerdote… son momentos que no se apartarán de la memoria y mucho menos del corazón.
En medio de este conjunto magnífico y enriquecedor que posee la Iglesia Católica para una ordenación sacerdotal, dos aspectos recuerdo vivamente, sin desvirtuar los demás: la homilía pronunciada por Monseñor Octavio Ruiz, en donde nos recordaba que el sacerdote es sacado de en medio del pueblo para servirle, no cumple una función, es tomado por Dios para ser parte de su heredad, es ser pertenencia divina, propiedad de Jesucristo y como pertenencia suya, instrumento de santificación del pueblo al cual tiene que llevar a su Señor para que todos tengan un solo pastor y ser todos parte de un solo rebaño.
Otro momento que impactó mi vida en este “día que hizo el Señor” fue la imposición de manos por parte del Obispo, el Obispo Emérito y todos los sacerdotes, el sumergirme en la oración al recibir esta herencia desde tiempos apostólicos fue motivo para clamar al divino Espíritu que me inundara de El, me quemara con su fuego y sus llamas de amor jamás se extinguieran durante el resto de mi vida…
Que hermoso es ser sacerdote, que gran regalo he recibido y que responsabilidad tan enorme tengo ahora. Mas que soñar, es comenzar a servir, a entregarme, a dejar que el pueblo de Dios vea bendecir, perdonar, acompañar, consolar a Jesús a través de mí.
Es decirle al Señor, retomando también las palabras de Monseñor Octavio en su homilía: Señor tu lo sabes todo, tu sabes que yo te amo. Y como respuesta a ese amor, la misión es apacentar y confirmar a mis hermanos en el amor. Tú sabes que te amo, porque te he visto amándome muchas veces en mi debilidad y en mi alegría, porque a donde quiera que voy tu amor está allí dándome la bienvenida. Tu sabes que te amo porque amor con amor se paga y deseo realizar diariamente el ejercicio de amarte en todo lo que me presentes diariamente aunque no me parezca lo mejor, pero si tú me lo das, será lo mejor para mí… Tu sabes que te amo.
A la Madre de Dios le encanta guardar en su corazón a los sacerdotes, y ella, desde hace mucho tiempo me ha estado guiando, acompañando, consolando y animando para que no desista en seguir a Jesús. Ella constantemente con su oración y silencio me enseña el camino para amar a Jesús. Desde las advocaciones de la Virgen del Carmen y la Reina de la Paz he podido comprender poco a poco sus enseñanzas para decirle “Si” a Jesús, “Si”, al Verdadero y Único Sacerdote para ofrecer todo lo que El mismo me da.
En unión con los padres Luis Carlos Escobar, Javier Ramírez y Hernando Tovar, deseo ofrecer nuestro ministerio sacerdotal a toda la Diócesis de Villavicencio, a la Iglesia Universal, siendo testigos del Amor que se ofrece constantemente para nuestra salvación.