Ante la enfermedad:
Éste es el testimonio, impresionante y lleno de esperanza, de un hombre joven, casado y padre de un hijo adoptado. Enfermo de cáncer, sigue confiando en el inmenso amor y sabiduría de Dios. Éstas son sus palabras:
Me llamo Alfonso Cervantes Pavón y tengo 40 años de edad. Estoy casado con Isabel Oviedo y llevamos 14 años de matrimonio. Hace un año y medio adoptamos a un niño pequeño. Dios, en el vínculo matrimonial, no nos había concedido hasta ese momento ninguno. Ya está cercano a los tres años de edad (los cumple el 18 de julio). Se llama Ángel (ciertamente es un ángel para nosotros) y padece retraso psicomotor, como consecuencia de una encefalopatía prenatal. Quiero contar, a través de estas líneas, mi experiencia de cómo el Señor ha acontecido en mi vida. Lo conocí hace ya muchos años, cuando empecé este Camino de gestación en la fe que es el Camino Neocatecumenal. En la Iglesia, Él se ha revelado como un Padre que me cuida, guía mi vida y me ofrece diariamente la salvación y el perdón de mis pecados. En el entorno familiar, he tenido los problemas típicos de convivencia de todos los matrimonios, pero siempre con el perdón del Señor como respuesta a nuestras debilidades. En el aspecto laboral, he alternado tiempos de trabajo como albañil, tubero, operario en la construcción de barcos…, pasando también por momentos de desempleo.
Especialmente significativos, aquellos tiempos que vienen a mi memoria ahora de forma especial. Trabajaba por aquel entonces como operario en la construcción de un barco. Inesperadamente, y sin estar éste finalizado, sufrí un despido que, ciertamente, no esperaba. Aquellas fechas, mi parroquia, mi segunda casa necesitaba mano de obra para finalizar la fase de construcción de los salones de Catequesis. El complejo parroquial se ha terminado a base de donaciones y de personas que han trabajado sin recibir ninguna compensación material a cambio. En contra, espiritualmente, todos los que hemos echado alguna peonada hemos recibido bendiciones de Dios, el ciento por uno, porque Dios nos ha bendecido con la fe, algo que hoy se me revela más valioso que todo aquello que la sociedad me puede ofrecer, incluía la salud.
Para gloria de Dios
Nunca Dios me ha abandonado, y menos ahora. A principios de diciembre de 2001, acudí al médico por padecer un fuerte dolor pectoral. Con el paso de los días, observaba cómo el cuadro clínico se iba agravando, al aumentar el dolor y por la aparición de fiebre intermitente. En la tarde del día de Navidad, quedé ingresado en el Hospital Universitario Puerta del Mar de Cádiz. Querían realizarme algunas pruebas. Se pensó en la posibilidad de una hepatitis C, de una inflamación hepática, o alguna enfermedad parecida; al cabo de unos días y sin mejoría aparente, recibí el alta médica en espera de resultados de unas pruebas médicas. Fueron pasando los días y continuaba sin experimentar mejoría alguna. Una tarde del mes de febrero, tras recibir la visita del padre Emilio, el párroco de San José Artesano, y algunos miembros de mi Comunidad Neocatecumenal, mi mujer, en contra de la voluntad de los médicos, me reveló la verdad: «Tienes un cáncer de hígado», me dijo entre lágrimas. Una enfermedad de mal pronóstico, e irreversible por lo avanzado de su estado. No había solución.
En aquel momento ocurrió algo sorprendente y trascendental: tras recibir la noticia de mi enfermedad, no me asusté. El Espíritu Santo, sin duda, nos asistió a mi mujer y a mí, y nos acompañó durante aquella tarde. Experimenté una paz interior que no se puede describir ni explicar.
Con esto quiero decir que Dios realmente asiste en los momentos trascendentales de la vida. Sin duda, el Señor me paraba los pies. Van pasando lentamente los días desde mi lecho. Ya apenas me levanto. He salido de casa algunos sábados para acudir a la Eucaristía en la parroquia. Solamente incorporarme del lecho me produce el mismo cansancio que a vosotros un día entero de trabajo. Pero, como dice el salmo, El Señor está conmigo todos los días. Él me asiste en mis dolores. Hace un par de semanas me han reforzado el tratamiento contra el dolor, para tener una mejor calidad de vida. Pero realmente lo que me hace sufrir son aquellas personas cercanas a mi familia que de alguna forma se han separado de Dios, han abandonado la fe, buscan, sin duda, la felicidad en otras cosas… Ruego al Señor por ellas.
Tengo muy claro que no soy yo, es Dios quien lleva mi enfermedad. Esta situación me supera, y ha redimensionado mi vida. Personalmente, no tendría fuerzas para llevarla adelante sin su ayuda. La garantía de que Él existe es que esta fuerza que actúa en mí es espiritual. Esto no lo puede explicar ni la ciencia ni la sabiduría humana, porque esta fuerza viene de Dios.
Espero y le pido constantemente no dudar de su amor, para que no salga de mis labios la siguiente pregunta: “¿Por qué a mí?”; deseo con todo mi corazón resistir a las acechanzas del demonio, que quiere que yo juzgue a Dios. Para gloria de Dios, no lo ha conseguido. Me siento asistido por todos los que me rodean, no sólo con su presencia, sino sobre todo por medio de la oración.
Todos los días recibo a Jesucristo en la Comunión y esto me mantiene vivo, me da fuerzas para dar una palabra de ánimo a quien lo necesita. Es Dios quien viene a mí; me visita, de igual forma que visitó a la Virgen María. También siento la presencia de Ella, mi Madre del Cielo, que escondida, en lo oculto, también intercede por mí.
Sé que me muero, no sé exactamente cuándo Dios me querrá llevar, pero tengo la garantía de que la muerte es precisamente un nacer a la Vida Eterna. Es el paso necesario para llegar a la presencia del Padre. Sé que en esta vida que se acaba –y que aquellos que me visitan y no creen en Dios lamentan como si hubiera recaído sobre mí una maldición– es necesario pasar por este trance, dar el salto a lo mejor, a lo definitivo, a lo verdadero: la Vida Eterna, la presencia del Padre.