Fr. Nelson Medina, O.P.
Hace unos días tuve que renovar mi licencia de conducción. Un trámite relativamente sencillo que toma, sin embargo, unas dos o tres horas, si uno quiere salir de las oficinas con su flamante licencia nueva.
Dos o tres horas son tiempo suficiente para entablar una buena conversación, sobre todo porque, dada la estructura del trámite en la oficina de tránsito, lo más común es que la fila que uno hace al principio se vaya repitiendo a lo largo de cada fase del proceso. Me explico: uno va recorriendo distintas etapas pero en cada etapa tiene adelante la misma persona, y atrás la misma persona.
Todo esto es una manera de introducir a Andrea. El nombre es ficticio, pero la realidad no. Tanto Andrea como yo estábamos preocupados por el tiempo que nos tomaría la diligencia completa, porque ambos queríamos terminar todo de una sola vez. Y tal vez por eso entablamos conversación con toda naturalidad.
En circunstancias así uno no suele empezar por los temas personales, pero lo cierto es que Andrea pronto brindó un retrato de sí misma: “Soy adicta”.
Se trataba de una mujer joven (cerca de 30 años), casada, sin hijos, con aspecto de profesional sin mucho dinero ni muchas necesidades.
Como era evidente mi condición de sacerdote, llegué a pensar que ella querría tal vez algún género de consejo sobre su vida o sobre dónde podría ayudarse en su recuperación, pero pronto descarté este esquema: era claro su buen estado de salud. No estaba en crisis. Su adicción no la azotaba, por lo menos no ante mis ojos.
Iniciamos, pues, un diálogo en el que alternaban mi deseo de conocimiento y su deseo de ser escuchada. Y lo que sigue es una trascripción (no grabada, desde luego) de ese intercambio.
—Soy adicta. Mi enfermedad es básicamente emocional aunque tiene un componente genético. Eso lo tiene claro la ciencia actual.
—¿Es nuevo eso de tratar las adicciones como enfermedades?
—No es nuevo, pero sí es lo único que ha traído una diferencia a nuestras vidas. Las recomendaciones morales, los castigos, las súplicas o cualquier otra cosa… todo ha demostrado ser inútil frente a la adicción. Los adictos somos expertos en manejar el mundo de los no-adictos. Podría decirse que los traemos a nuestra lógica mucho antes y mucho mejor de lo que ustedes podrían hacer con nosotros.
—¿Cómo es eso de “manejar el mundo”?
—Nosotros tenemos un conocimiento de las emociones mucho más profundo que la mayoría de las personas; hay quien ha dicho que ser adicto es un “don”, porque nos permite escrutar la vida con una profundidad que la mayor parte de la gente simplemente desconoce.
—¿Quisieras explicarte mejor?
—Yo recorrí el mundo del alcohol y el mundo de la droga. He visto cosas que usted no podría imaginar o que sólo le pueden llegar “enlatadas” o “domesticadas”, por ejemplo, a través de los relatos de otras personas. He sentido las cadenas; he conocido su poder. Me he burlado de todo y he maltratado todo, incluyendo lo que la gente consideraría más “sagrado”, como es su familia, su fama o su religión. Para mí la palabra “libertad” o la palabra “sobriedad” tienen una densidad que los demás no pueden entender. Sentirse “nivelado” es para mí una tarea; una tarea que tengo que asumir y disfrutar cada día.
—¿Cómo el programa de “sólo por hoy” de los Alcohólicos Anónimos (AA)?
—Obviamente. AA es el papá de todos los grupos de recuperación y de todas las terapias. La lógica es sencilla: mientras estés en el grupo, estás a salvo; si te sales, lo más seguro es que te caes.
—Perdón, pero ¿no es eso como otra clase de adicción, adicción a un grupo? No lo pregunto con mala intención…
—No se preocupe. Llámelo así, si le parece. El cerebro de un adicto funciona ligeramente distinto de otros cerebros. La recuperación, en el fondo, es una especie de transferencia: te van llevando de lo más autodestructivo a lo menos autodestructivo; de lo más dañino e insoportable socialmente a lo menos dañino socialmente. Uno va aprendiendo que hay unas reglas, que es posible conocer las reglas y que, en periodos controlados, uno puede seguir las reglas… y vivir bien.
—Disculpa si soy demasiado entrometido, pero ¿conociste a tu esposo en ese proceso de recuperación?
—Javier [nombre ficticio, también] y yo nos conocimos en algo relacionado pero muy distinto. Nuestros grupos nos enseñan a hablar del Ser Supremo, la Fuerza, el Trascendente, o Dios, como cada uno puede o quiere llamarlo. Lo que pasa es que uno pronto se da cuenta de que solo no va a salir. Se necesita un polo a la trascendencia; alguien a quien llamar; un espacio sagrado en el cual sumergirse y descansar. Yo iba buscando eso a través de grupos de meditación, y en uno de ellos encontré a Javier.
—Desde luego, él sabe tu historia…
—Desde luego. Y la acepta. Él es el ser más positivo del mundo. En eso nos complementamos bien. Mi ánimo es, haga de cuenta, un electrocardiograma. Todo el tiempo tengo que estar reconociendo las señales de alarma que mi organismo emocional puede empezar a darme: “¡cuidado, te estás deprimiendo!; ¡atención, histeria a la vista!; ¡crisis por llegar!”, y así sucesivamente. Javier, en cambio, es muy, muy estable. A todo le busca y le encuentra el lado positivo. Nos entendemos muy bien.
—Empezaste hablando de tu condición como una “enfermedad”. ¿Quiere decir que esa enfermedad es incurable?
—Puede decirse así. La verdad es que es un asunto como de palabras. Una persona que ríe, llora, trabaja, tiene un hogar, no le hace daño a nadie, ¿está enferma? Aparentemente no. Y en ese sentido yo no estoy enferma. Pero si necesito control de mí misma, vigilancia de mis emociones, grupos de apoyo, ¿qué soy? Tal vez una enferma en tratamiento exitoso.
A usted le serviría conocer más de esto, padre. En los grupos de recuperación yo he visto padres. No por ser sacerdotes están libres de un perfil adictivo.
—¿Es clara y nítida la diferencia entre adictos y no adictos?
—¿Sabe? Yo no creo. Casi toda persona humana tiene episodios adictivos: a una persona, a una idea, a una religión o a una emoción. La mayoría de las personas no atienden a eso porque salen relativamente con facilidad de esos episodios, o cambian tan rápida y eficazmente de objetos de atención que no se dan cuenta del peligro potencial en que se encuentran.
—Andrea, de veras: gracias por tu sinceridad y confianza.
—Gracias por decirlo. Pero no todo es confianza porque sí. Necesito recordarme a menudo qué soy y quién soy. En lo que soy, soy libre. La mamá de todas las adicciones es la fantasía… ¡Y es tan fácil mentirse!
—De nuevo, gracias. ¡Dios te bendiga!
—A usted padre, buen día.