Dos Bebés en un Pesebre

Queridos hermanos en Cristo Jesús:

Hace unos días me encontré con una historia que me tocó a lo más profundo, y quisiera compartirla con ustedes.

En 1994 dos americanos respondieron una invitación que les hiciera llegar el Departamento de Educación de Rusia, para enseñar Moral y Ética en las escuelas públicas, basada en principios Bíblicos.

Debían enseñar en un gran orfanato. En el orfanato había casi 100 niños y niñas que habían sido abandonados, y dejados en manos del estado. Se acercaba la época de la Navidad. Les contaron acerca de María y José llegando a Belén, de cómo no encontraron lugar en las posadas, por lo que debieron ir a un establo, donde finalmente el niño Jesús nació y fue puesto en un pesebre.

A lo largo de la historia, los chicos y los empleados del orfanato no podían contener su asombro. Algunos estaban sentados al borde de la silla tratando de captar cada palabra. Una vez terminada la historia, les dieron a los niños tres pequeños trozos de cartón para que hicieran un tosco pesebre. A cada pequeño se le dio un cuadrito de papel cortado de unas servilletas amarillas que habían llevado consigo. En la ciudad no se podía encontrar un solo pedazo de papel de colores.

Siguiendo las instrucciones, los chicos cortaron y doblaron el papel cuidadosamente colocando las tiras como paja. Unos pequeños cuadritos de franela, cortados de un viejo camisón que una señora americana se olvidó al partir de Rusia, fueron usados para hacerle la manta al bebé. De un fieltro marrón que trajeron de los Estados Unidos, cortaron la figura de un bebé.

Mientras los huérfanos estaban atareados armando sus pesebres, caminaban entre ellos para ver si necesitaban alguna ayuda. Todo fue bien hasta que llegaron donde el pequeño Misha estaba sentado. Parecía tener unos seis años y había terminado su trabajo. Cuando miraron el pesebre quedaron sorprendidos al no ver un solo niño dentro de él, sino dos. Llamaron rápidamente al traductor para que le preguntara por qué había dos bebes en el pesebre. Misha cruzó sus brazos y observando la escena del pesebre comenzó a repetir la historia muy seriamente.

Por ser el relato de un niño que había escuchado la historia de Navidad una sola vez estaba muy bien, hasta que llegó la parte donde María ponía al bebé en el pesebre. Allí Misha empezó a inventar su propio final para la historia, dijo: “Y cuando María dejó al bebé en el pesebre, Jesús me miró y me preguntó si yo tenía un lugar para estar. Yo le dije que no tenía mamá ni papá y que no tenía un lugar para vivir. Entonces Jesús me dijo que yo podía estar allí con Él.

Le dije que no podía, porque no tenía un regalo para darle. Pero yo quería quedarme con Jesús, por eso pensé qué cosa tenía que pudiese darle a El como regalo; se me ocurrió que un buen regalo podría ser darle calor. Por eso le pregunté a Jesús: Si te doy calor, ¿ese sería un buen regalo para ti? Y Jesús me dijo: Si me das calor, ese sería el mejor regalo que jamás haya recibido. Por eso me metí dentro del pesebre y Jesús me miró y me dijo que podía quedarme allí para siempre.”

¡Estoy dispuesta a aceptar lo que el Señor quiera para mí!

Apreciado Fray Nelson:

Antes de presentarme, quiero agradecerle profundamente su homilía del pasado 12 de de Mayo de 2002 en la Iglesia de Chiquinquirá, nunca lo había escuchado, sólo lo había leído… Sus palabras tocaron mi corazón, y me alegra que Nuestro Señor se vea representado en un sacerdote como usted, que revindica fuertemente la tristeza que tenemos en nuestros corazones. Y sí, ¡Estoy dispuesta a aceptar lo que el Señor quiera para mí!

Mi nombre es María Inés Espinosa Calle, tengo 33 años, y estoy muy contenta de estar más y más cerquita de Dios. Gracias a la tenacidad de mi madre, considero que tengo unas muy buenas bases católicas. La Santísima Virgen me ha guiado hasta Nuestro Señor. Tarde he empezado a conocerlo y acercarme a Él, pero por lo menos estoy llegando….

Tuve una experiencia muy difícil hace un año y medio, cuando llevaba 1 año y 10 meses de casada, mi matrimonio se disolvió, como si nada, mi esposo se fue. Gracias a la mano de la Virgencita y de Nuestro Señor, asumo lo que pasó y les doy las gracias, porque si no hubiera vivido lo que viví, y todavía aún estoy viviendo, tal vez hubiera seguido como un agua tibia, sin tomar la determinación de aceptar que Dios es el dueño de mi vida, y que sólo a Él me debo.

¡Gracias por todo!

Dios te Encontró

Hace unos 14 años, estaba revisando el registro de mis estudiantes universitarios para la sesión de apertura de mi clase sobre teología de la fe. Ese fue el primer día que vi a Tommy. Estaba peinando su largo cabello rubio, que colgaba 15 centímetros por debajo de sus hombros. Sé que lo que está dentro de la cabeza, no sobre ella, es lo que cuenta; pero en ese tiempo yo no estaba preparado para Tommy, así que lo etiqueté como extraño, muy extraño.

Tommy resultó ser el ateo residente de mi curso. Constantemente objetaba o se burlaba de la posibilidad de un Dios que amaba incondicionalmente. Vivimos en una paz relativa durante un semestre, aunque a veces él era un dolor de cabeza. Al final del curso, cuando entregó su examen, me preguntó en un tono un poco cínico:

-¿Cree usted que encontraré a Dios alguna vez?

Me decidí por un poco de terapia de choque:

-¡No!, dije enfáticamente.

-¡Ah!, respondió. Pensé que ese era el producto que estaba usted vendiendo.

Lo dejé dar cinco pasos hacia la puerta y luego lo llamé:

-Tommy. ¡No creo que lo encuentres nunca, pero estoy seguro de que Él te encontrará a ti!

Tommy simplemente se encogió de hombros y se fue. Me sentí un poco desilusionado de que no hubiera captado mi hábil mensaje.

Después escuché que Tommy se había graduado y me sentí debidamente agradecido. Luego me llegó un informe triste: Tommy tenía cáncer terminal.

Antes de que yo pudiera buscarlo, él vino a mí. Cuando entró en mi oficina, su cuerpo estaba muy deteriorado y su largo cabello se había caído a causa de la quimioterapia. Pero sus ojos eran brillantes y su voz firme, por primera vez en mucho tiempo.

-Tommy, he pensado mucho en ti. Supe que estás enfermo, le dije.

-Sí, muy enfermo, profesor. Tengo cáncer. Es cuestión de semanas.

-¿Puedes hablar de ello?

-Seguro, ¿qué le gustaría saber?

-¿Qué se siente saber que tienes 24 y te estás muriendo?

-¡Bueno, podría ser peor!

-¿Como qué?

-Bueno, como tener 50 años y no tener valores o ideales. Como tener 50 años y pensar que beber, seducir mujeres y hacer dinero son las cosas más importantes en la vida… Pero vine a verlo realmente por algo que me dijo el último día de clase. Le pregunté si usted pensaba que alguna vez encontraría a Dios y usted me dijo que no, lo cual me sorprendió. Luego me dijo: “Pero Él te encontrará a ti”. Pensé mucho en eso, aunque mi búsqueda no fue para nada intensa entonces. Pero cuando los doctores quitaron un bulto de mi ingle y me dijeron que era maligno, tomé muy en serio localizar a Dios. Y cuando la malignidad se diseminó a mis órganos vitales, comencé realmente a golpear las puertas del cielo. Pero nada sucedió. Bien, un día me desperté y, en lugar de lanzar más peticiones inútiles a un Dios que puede o no existir, simplemente me di por vencido. No me importaba Dios ni la otra vida ni nada por el estilo. Decidí entonces pasar el tiempo que me queda, haciendo algo más lucrativo. Pensé en usted y en algo que había dicho en una de sus conferencias: “La tristeza esencial es ir por la vida sin amar. Pero sería igualmente triste dejar este mundo sin decirles a los que amas que los has amado”. Así que empecé con el más difícil de todos: mi padre. Estaba él leyendo el periódico cuando me acerqué y le dije:

-Papá, me gustaría hablar contigo.

-Bien, habla, contestó.

-Quiero decirte que esto es importante para mi, papá. Bajó su periódico lentamente como unos 10 centímetros y me preguntó:

-¿De qué se trata?

-Papá, te quiero. Simplemente quería que lo supieras.

Tommy sonrió y dijo con evidente satisfacción, como si sintiera que una alegría cálida y secreta surgiera dentro de él:

-El periódico cayó al piso. Entonces, mi padre hizo dos cosas que no recordaba que hubiera hecho antes. Lloró y me abrazó. Y hablamos toda la noche, aunque él tenía que trabajar al día siguiente.

Fue más fácil con mi mamá y mi hermanito. También lloraron conmigo y nos abrazamos y compartimos cosas que habíamos guardado en secreto por muchos años. Sólo sentí haber esperado tanto tiempo. Aquí estaba yo, a la sombra de la muerte, y apenas comenzaba a sincerarme con las persona que estaban cerca de mí.

De pronto, un día Dios ya estaba allí. No vino a mí cuando se lo supliqué.

Aparentemente, Dios hace las cosas a Su manera y en Su momento. Lo importante es que usted tenía razón. Él me encontró aunque yo había dejado de buscarlo.

Tommy, balbuceé, creo que estás diciendo algo mucho más profundo de lo que piensas. Estás diciendo que la manera más segura de encontrar a Dios no es convertirlo en una propiedad privada, sino abriéndose al amor… Tommy, ¿podrías hacerme un favor?. ¿Vendrías a mi clase de teología de la fe a decir a mis estudiantes lo que me acabas de contar?

Aunque programamos una fecha, no pudo lograrlo. Por supuesto, su vida no terminó realmente con su muerte, sólo cambió. Dio el gran paso de la fe a la visión. Encontró una vida mucho más hermosa de lo que el ojo del hombre ha visto nunca, o la mente del hombre ha imaginado jamás.

Antes de que muriera, hablamos por última vez:

-No voy a poder ir a su clase, me dijo.

-Lo sé, Tommy.

-¿Se lo dirá usted a todos por mí?. ¿Se lo dirá a todo el mundo por mí?

-Lo haré, Tommy. Se lo diré.

-¡Gracias!

¡Dios salvó a mi pequeña Laura!

El sábado 26 por la tarde, sentí la imperiosa necesidad de contarles algo que tenía muy escondido dentro de mi corazón. Fue tan grande la emoción que sentí al recordarlo, que en mi interior prometí a Jesús que se los contaría. Pensé en esa frase tan importante del Evangelio: “no debemos callar lo que hemos visto y oído”.

Sucedió hace diez años, cuando mi hija Laura Victoria tenía tan solo cinco.

Una tarde de invierno al regresar del taller de pintura sobre tela, mi hija jugando con una amiga, se había golpeado su cara con el filo de la cama. La encontré cubriendo su naricita con un pañuelo lleno de sangre; el golpe había sido reciente. Mi esposo estaba tenso y muy preocupado.

La llevé a la clínica, me dieron las órdenes para que le sacara radiografías y que volviera por la tarde. Para ese entonces mi hijita casi no reaccionaba de la fiebre alta que tenía.

A mi regreso, uno de los pediatras me dijo que tenía el tabique quebrado, y que lo mejor era que un otorrino la evaluara. Saqué tuno y regresé. Era una doctora; le comenté lo del golpe, llevé las radiografías y le dije de la fiebre. Ella me dijo que el golpe no era grave y que la fiebre era producto de alguna enfermedad que estaba encubando. Todavía lo recuerdo y se me llenan los ojos de lágrimas. La doctora no me prestó mucha atención, es como si estuviera molesta porque yo creía que la fiebre era consecuencia del golpe.

Regresé a casa con mi pobre hija, la recosté y estuvo con fiebre toda la noche y durante el día siguiente. Yo lloraba tanto que no sabía que hacer; mi esposo casi no hablaba del miedo y la desesperación. Al anochecer llegaron a casa dos amigas, una de ellas su madrina. Vieron a Laurita en cama, con fiebre, sin hablar, como si fuese un trapito.

En ese momento agarré a mi hijita, me senté en un sillón y a ella sobre mis piernas. Mis amigas y yo pusimos las manos sobre ella y empezamos a rezar el Padrenuestro… en ese preciso momento brotó sangre de la nariz, automáticamente la fiebre cesó y entonces lloré de alegría. Dios mío muchos pensarán que quizás fue una casualidad, pero yo que lo viví creo que Dios obró con su infinita Misericordia y dio a nuestra hija otra oportunidad. No soy médica ni entendida en la materia, pero sé que acá únicamente Dios sanó a mi hija.

¿Porque lo callé tanto tiempo?… quizás Dios quería que hoy era el momento para contárselo a alguien, y alguien son ustedes. Solo Dios sabe la emoción que en éstos momentos tengo, él conoce mi corazón agradecido.

El 10 de Enero Laura Victoria cumplió sus 15 años, la agasajamos con un cumpleaños como ella quiso: sencillo, con sus amigos, familiares y nuestros mejores amigos. Éramos 50. Ese día la llevé a la Capilla “Nuestra Señora de Lourdes” y frente a la “Sacristía” le agradecimos a Dios por el Don de la Vida.

Y este amigos es nuestro testimonio, hoy me doy cuenta de lo valioso que es, y por supuesto que hay otros. Solo debemos hacer memoria de todos los sucesos de nuestra vida y seguramente muchas veces Dios obró, nos acompaño, y a lo mejor no nos dimos cuenta. Era importante para mí, como mamá dar éste testimonio.

Gracias, espero no haberlos aburrido pero sentí la necesidad de que ustedes supieran esto.

Hasta siempre,

Miriam.

Dios no es Invisible

A mi colegio de monjas de la congregación del Amor de Dios iba, de vez en cuando, a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o Mozambique. Eran mujeres que habían entregado su juventud a Dios y que después de profesar, habían solicitado voluntariamente un traslado a aquellas regiones fustigadas por el hambre y la pólvora y la epidemias más feroces, para inmolarse en una tarea callada. Eran mujeres enjutas, prematuramente encanecidas, calcinadas por un sol impío que había agostado los últimos vestigios de su belleza, y sin embargo risueñas como alumbradas por unas convicciones indómitas. Habían renunciado a las ventajas de una vida regalada, habían renunciado al regazo protector de la familia y la congregación para agotarse en una labor tan numerosa como las arenas del desierto. Entregaban su vida fértil en la salvación de otras vidas con un denuedo que parecía incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos entecos, reducidos casi a la osamenta. Con cuatro pesetas y toneladas de entusiasmo, habían puesto en marcha comedores y hospitales y escuelas, habían repartido medicinas y viandas y con suelo espiritual, habían enseñado a los indígenas a labrar la tierra y a cocer el pan. También habían velado la agonía de mucho niños famélicos, habían apaciguado el dolor de muchos leprosos besando sus llagas, habían sentido la amenaza de un fusil encañonando su frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para tanto?

“Un día descubrí que Dios no era invisible recuerdo que me contestó una de aquellas misioneras-. Su rostro asomaba en el rostro de cada hombre que sufre”. Este descubrimiento las había obligado a rectificar su destino. “Si no atendía esa llamada, no merecía la pena seguir viviendo”. Y así se fueron a África o a cualquier otro arrabal del atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus esperanzas, dispuestas a contemplar el rostro multiforme de Dios. A veces tardaban años en volver, tantos que, cuando lo hacían, sus rasgos resultaban irreconocibles incluso para sus familiares; luego, tras una breve visita, regresaban a la misión, para seguir repartiendo el viático de su sonrisa, la eucaristía de sus desvelos. Y así, en un ejercicio de caridad insomne, iban extenuando sus últimas reservas físicas, hasta que la muerte las sorprendía ligeras de equipaje, para llevarse tan sólo su envoltura carnal, porque su alma acérrima y abnegada se quedaba para siempre entre aquellos a quienes habían entregado su coraje. Algunas, antes de dimitir voluntariamente de la vida, eran despedazadas por las epidemias que trataban de sofocar, o fusiladas por una partida de guerrilleros incontrolados.

Si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de los misioneros que a este escándalo tan sórdido de abusos y violaciones y embarazos y abortos, no quedaría papel en el mundo. Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son hombres y mujeres como aquellas monjas que iban a visitarme a mi colegio, enjutos y prematuramente encanecidos, en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y se multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Que nos cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo.

Dios existe; yo me lo Encontré

André Frossard nació en Francia en 1915.

Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total.

Encontró la Fé a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde “Católico, Apostólico y Romano”.

El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo:

“Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo”.

Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (…)

Dios no existía.

Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (…)No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales.

Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.

¿Necesito decir que no estaba bautizado?

Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad.

¿A los veinte años quiere creer? Que crea.

De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…

Mi padre era el secretario general del partido socialista.

Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès. Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar.

Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (…)

El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros.

Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla…”

En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (…) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.

Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.

Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo, a ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado.

Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa.

Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia.

La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.

Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (…)

Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético.

No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión.

Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: “Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.

Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito. Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.

Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “Católico, Apostólico, Romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable. Al entrar tenía veinte años.

Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo.

Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana.

Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…)

Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (…)

Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó. Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la “Gracia”, dijo, un efecto de la “Gracia” y nada más. No había por qué inquietarse.

Hablaba de la Gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles.

-¿Era una enfermedad grave?

No, la fe no atacaba a la razón.

-¿Había un remedio?

No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas.

No había más que tener paciencia.

Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo.

Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella”.

Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial. En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario.

Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.

“¡El Demonio es Protestante!”

Testimonio de mi conversión al Catolicismo

Nota de Fr. Nelson Medina: algunas de las expresiones demasiado fuertes de Luis M. Boullón son responsabilidad suya, y las utiliza evidentemente para destacar los aspectos engañosos de algunos lemas protestantes más comunes.

Por Luis Miguel Boullón

“El Demonio es protestante”, fue la primera frase que pronuncié, tras mi conversión, a quienes me escucharon por más de doce años como su pastor. El escándalo fue mayúsculo. Algunos ya habían notado que mis vacaciones fueron demasiado precipitadas y quizá hasta exageradamente prolongadas. Fueron unas vacaciones raras incluso para mi familia, que me veía reticente a las prácticas habituales en casa, como la lectura y explicación de la Biblia. Ya habíamos tenido demasiadas rencillas a causa de mis nuevos pensamientos.

“Al principio fue el Verbo”

Recuerdo vívidamente los primeros movimientos de rabia que tuve al leer un artículo en esta Revista que ahora aprecio tanto, como es la que me honra publicando este trabajo. Yo encontraba que la nota era demasiado radical en sus afirmaciones, demasiado rotunda para lo que yo estaba acostumbrado a leer.

No me dejaba muchos “flancos” descuidados por donde atacar. O refutaba el centro del asunto o no tenia sentido desmenuzar tres o cuatro aspectos como se me había enseñado a realizar de forma automática e inconsciente. Generalmente los católicos tienen como que una cierta vergüenza por mostrar todas las cartas sobre la mesa, y como no muestran todo con claridad, es muy fácil prender fuego a sus tiendas de campaña, porque dejan demasiados lados flojos.

En lo personal nunca recurrí a lo que ahora entiendo como “leyendas negras”, porque me parecía que era inconducente debatir basándome en miserias personales o grupales sin haber derribado la propia lógica de su existencia. Eso hice con algunas sectas o con temas como la evolución o algunos derechos humanos según se les entiende normalmente.

Reconozco que muchos de los que en ese momento eran mis hermanos caen en ese error, tratando de derribar moralmente al “adversario” diciéndole cosas aberrantes sobre su fe. Pero basta un buen argumento, y bien plantado, para que uno se vea obligado a retirarse a las trincheras de la Biblia y no querer salir de allí hasta que el temporal que iniciamos se calme al menos un poco. Pero no nos funciona a todos el mismo esquema. Muchos no se rigen tanto por la razón como por el placer de vencer en cualquier contienda.

El artículo en cuestión me obligaba a pensar sólo con ideas, porque de eso trataba. Mi manual con citas bíblicas para cada ocasión me servía poco. Cualquier cosa que dijera sería respondida con otra. No era ese el camino.

Creo haber estado meditando en el problema unas cinco o seis semanas. Hasta que resolví acudir a la parroquia católica que quedaba cerca de mi templo. El sacerdote del lugar se deshacía en atenciones cada vez que nos encontrábamos. La verdad es que él estuvo siempre mucho más ansioso de verme que yo de verle a él. En ocasiones nos veíamos forzados a encontrarnos en público por obligaciones propias del pueblo. Pero de ordinario no nos encontrábamos. Era lo que ahora se llama un “cura nuevo”, con una permanente guitarra en las manos y muchas ganas de acercarse a mí.

Primera confesión de mala fe

Yo aprovechaba – Dios me perdone – de sacarle afirmaciones que escandalizaban a mis feligreses. El pobre nunca entendió que el ecumenismo muchas veces sirve más para rebajar a los católicos que para acercar a los separados. Uno tiene la sensación de que si la Iglesia puede ceder en cosas tan graves y que por siglos nos separaron, entonces realmente no le importaba tanto como a nosotros, que jamás cambiaríamos una sola jota de la doctrina.

Otra cosa que solía hacer – me avergüenzo al recordarla – era tirar a mis chicos a discutir con los de la parroquia. Los pobres parroquianos se veían en serios apuros en esas ocasiones.

En el fondo yo me aprovechaba de que los chicos católicos estaban muy mal formados. Como comentábamos a sus espaldas: sólo van a la parroquia a divertirse, para repartir cosas a los pobres y para hacer “dinámicas de vida”, pero de doctrina y de Escrituras no saben nada. Nos gustaba vencerlos con las cosas más tontas posibles. A veces surgían temas más sabrosos, pero con los argumentos normales bastaba para al menos hacerles callar.

Esa tarde no estaba el sacerdote de siempre. Había sido removido de la parroquia por una miseria humana comprensible en alguien tan “cálido” en su manera de ser. Cayó en las redes del demonio bajo la tentadora forma de una parroquiana, con la que ni siquiera se casó. A cambio del párroco de siempre salió a atenderme, con una cara menos complacida, un sacerdote viejo y de mirada penetrante. Lo habían “castigado” relegándolo dándole el cuidado de la parroquia de nuestro pequeño pueblecito. En los últimos treinta años la población había pasado de mayoritariamente católica a una mayoría evangélica o no practicante.

Yo generalmente acudía para refrescar mi memoria y cargarme de elementos que luego trabajaba como materia de mis prédicas, o para sondear la visión católica de alguna cosa.

El Padre M. no fue tan abierto. Me recibió con amabilidad, pero con distancia. Le planteé asuntos de interés común y me pidió tiempo para aclimatarse y enterarse del estado de la feligresía. Noté que habían sido arrancados varios de los afiches que nosotros les regalábamos cada cierto tiempo y que constituían verdaderos trofeos nuestros plantados en tierra enemiga. En verdad quedé un poco desarmado, pero logramos charlar casi de todo. Casi… porque en doctrina comenzó él a morderme. Yo comencé a responder como de costumbre, citando con exactitud una cita bíblica tras otra, para probarle su error o mi postura.

En un aprieto que me puso, le dije: “Padre M… comencemos desde el principio” Y el varón de Dios, a quien supuse enojado conmigo, me dice: “De acuerdo: al principio era el Verbo y…” Me largué a reír nerviosamente. Aparte de que me respondía con una frase utilizada en la Misa (al menos en la tradicional), ¡imitaba mi voz citando la Biblia!

“Pastor Boullón”, me dijo luego, “No avanzaremos mucho discutiendo con la Biblia en mano. Ya sabe usted que el Demonio fue el primero en todo crimen… y por eso también fue el primer Evangélico”.

Eso me cayó muy mal. ¡Me insultaba en la cara tratándome de demonio! Sin dejarme explicar lo que pensaba, se adelantó:

– Si… fue el primer evangélico. Recuerde que el Demonio intentó tentar a Cristo con ¡la Biblia en mano!

– Pero Cristo les respondió con la Biblia…

– Entonces usted me da la razón, Pastor… los dos argumentaron con la Biblia, sólo que Jesús la utilizó bien… y le tapó la boca.

Tomó su Biblia y me leyó lo que ya sabía: que cuando el Señor ayunaba el demonio le llevó a Jerusalén, y poniéndole en lo alto del templo le repitió el Salmo XC, II-12): “Porque escrito está que Dios mandó a sus ángeles que te guarden y lleven en sus manos para que no tropiece tu pie con alguna piedra”

Pero el Señor le respondió con Deuteronomio VI, 16: Pero también está escrito “No tentarás al Señor tu Dios”. Y el demonio se alejó confundido. Yo también me alejé, como el demonio, confundido. Me sentía rabioso por haber sido llamado demonio, y por lo que es peor: ¡ser tratado como el demonio en el desierto!

Creo que fue la plática más saludable de mi vida.

La táctica del demonio

Llegué a casa rabioso. Me sentía humillado y triste. No era posible que la misma Biblia pruebe dos cosas distintas. Eso es una blasfemia. Forzosamente uno debe tener la razón y el otro malinterpreta. Busqué ayuda en la biblioteca que venia enriqueciendo con el tiempo. Consulté a varios autores tan “evangélicos” como yo, pero de otras congregaciones. No coincidíamos en las mismas cosas, pese a que todos utilizábamos la Biblia para apoyar lo que decíamos y demostrar que los otros se equivocaban.

Me armé de fuerzas y a la primera oportunidad, caí sobre el despacho parroquial del Padre M. Me recibió tan amable como la vez pasada, sólo que esta vez su distancia la hacía menos tajante a causa de su mirada divertida y curiosa de la razón que me llevaba otra vez a su lado.

Le largué un discurso de media hora sobre la salvación por la fe y no por las obras. Concluí – creo – brillantemente con la necesidad de abandonar a la Iglesia. Y cerré tomando la Biblia del cura y le leí hechos XVI, 31: ¿Qué debo hacer para salvarme?, preguntó el carcelero. Cree en el Señor Jesús – respondió Pablo – y te salvarás tú y toda tu casa.

Bebí un sorbo del té que me había ofrecido y le miré desafiante, esperando su respuesta. Pasaron eternos minutos de silencio.

Cuando carraspeé, el sacerdote me dijo:

– “¿Continuará la lectura de San Pablo?”

– “Ya terminé, Padre M.”

– “¿Cómo que ha terminado? ¡Continúe! Vaya a Corintios, XIII, 2.

– Leí en voz alta: “Aunque tanta fuera mi fe que llegare a trasladar montañas, si me falta la caridad nada soy”

– Entonces la fe…

– La fe… la fe… la fe es lo que salva

– ¡Vaya novedad! Me dice riendo. ¡No se bien quien creó la estrategia protestante de argumentar con la Biblia, pero creo que bien pudieron ser los demonios que ahora encontraron un buen medio para salvarse.

– ¿Salvarse?

– Si.. salvarse, amigo mío. ¿Acaso no es el apóstol Santiago quien nos dice que hasta los mismos demonios creen en Dios? Y si sólo la fe salva…

– …

– No se quede en silencio, Pastor… siéntese aquí que se aliviará un poco. Si quiere seguir como el Demonio, tentándome con la Biblia, le recuerdo que ahí mismo se nos dice que esa fe no salvará a los demonios, porque “como un cuerpo sin espíritu está muerto, la fe sin obras está muerta” (c.II) Y aún así los católicos no decimos que sea sólo fe o sólo obras. Cuando al Señor se le pregunta sobre qué debemos hacer para salvarnos, Él dice “Si quieres salvarte, guarda los mandamientos”. Ahí tiene usted la respuesta completa.

Me acompañó hasta la puerta y me dijo: Le dejo con dos recomendaciones. La primera es que se cuide de sus hermanos de congregación. Ya sospechan de usted por venir tan seguido. La segunda es que vuelva usted cuando me traiga alguna cita bíblica – sólo una me basta – en que se pruebe que solo debe enseñarse lo que está en la Biblia.

Caminé a casa más preocupado por los comentarios que por el desafío. Eso sería fácil.

“Sólo la Biblia”

Mientras buscaba una cita que respondiera al sacerdote, caí en cuenta de que estaba parado en el meollo del asunto que por primera vez me llevó a esa parroquia con otros ojos. “Si es sólo la Biblia”, me dije, “entonces el problema del artículo queda resuelto: se debe probar por la Biblia o no se prueba”.

Ya imaginarán ustedes el resultado. Efectivamente no encontré nada. En años de ministerio, jamás me percaté de que lo central, esto es, que sólo debe creerse y enseñarse la doctrina contenida en la Biblia, no está en la Biblia. Encontré numerosos pasajes bíblicos que le conceden la misma autoridad que a las enseñanzas escritas en la Biblia a las doctrinas transmitidas por vía oral, por tradición.

Desde este punto en adelante muchos otros cuestionamientos fueron surgiendo de la charla con el Padre M. y de la lectura de esta revista y de mucha literatura escrita con fines apologéticos.

El pago del mundo

Por un momento distraeré la atención de mis incursiones a la parroquia católica. Quizás sea porque un sacerdote es esencialmente distinto a un “Pastor” protestante, o quizás por la experiencia de distintos ordenes (confesión, dirección espiritual, etc.), el Padre M. acertó en su advertencia sobre las miradas que me dirigían mis feligreses a causa de esas visitas “no estrictamente ecuménicas”.

Yo aún no me había percatado de esa desconfianza, pero observando con mayor atención notaba reticencias, censuras y reproches indirectos. Aún la guerra no se declaraba. Sólo desconfiaban. Me decepcioné mucho, pero no me dejé vencer por la tentación. El demonio – pensaba – me estaba tentando con Roma y para eso endurecía los corazones.

Pasada una semana de angustias, me senté con mi esposa para charlar. Necesitaba desahogarme. Me encontraba en un punto tal que no quería volver a la parroquia católica pero tampoco me sentía en paz con eso. Después de la cena, oramos con los chicos y se fueron a dormir. Me sentí y abrí mi corazón a mi esposa. Ella había sido una amante confidente y mi compañera de penurias y alegrías. Me escuchó con atención.

Sus palabras fueron tan sencillas como su conclusión: debía alejarme inmediatamente del sacerdote católico y tratar de recuperar la confianza de mis feligreses. Eso era lo prioritario. Teníamos una obligación de fe y teníamos que mantener una familia. No se hablaría más. El caso estaba resuelto… para ella.

Traté de cumplir con todo. Ella siempre fue la sensatez y me refrenaba en las locuras. Dejar de ir a la parroquia fue más fácil para el cuerpo que para mi alma. Algo me atraía de ese ambiente, y por lo demás deseaba la compañía de ese sacerdote provocador y bonachón.

Más difícil fue ganarme la confianza de los feligreses. Me exigían como prenda evidente que atacase más que nunca a la Iglesia para demostrar públicamente que no les guardaba ninguna simpatía. Esto me costó, pues tenía que predicar omitiendo aquellos puntos en los que difería ya de mi anterior pensamiento.

Con el tiempo, mi familia y mis feligreses me dieron vuelta sus espaldas y fue la gran cruz que tuve que soportar por amar a Cristo en Su Iglesia.

Mi querido amigo se despide

No he querido exponer aquí todas las cosas que charlamos con el buen Padre M. durante semanas y semanas. Yo le visitaba furtivamente y el me acogía con amable paternalidad. Yo daba vueltas en torno al tema e intentaba responder a las sabias preguntas con las que me desafiaba. ¡Cómo detestaba tener que darle la razón!

El tiempo me fue haciendo más perceptivo a sus sutilezas e ironías. De alguna forma misteriosa este sacerdote me tenía cautivado. Me acorralaba hasta la muerte, pero me daba siempre una salida honorable. Le gustaba desmoronar todos mis argumentos.

Su estilo era único: destrozaba mis argumentos, acusaciones y refutaciones primero desde la lógica, dándome dos posibilidades… o quedar como un tonto o verificar por mi mismo esa estupidez. Luego, y sólo luego, me invitaba a revisar el punto que yo trataba – si tenía sentido – desde el punto de vista de las Sagradas Escrituras. Supongo que uno de sus mayores puntos fuertes era su sólida cultura y su gran vida de piedad.

Recuerdo perfectamente una fría mañana cuando recibí un aviso telefónico de la parroquia. Me pedía que le visitara en un hospital de los alrededores. Sin meditar en las normas de cautela que tomaba para evitar que mis feligreses se irritaran aún más conmigo, abandoné todo y partí. Ahí me enteré del doloroso cáncer que padecía – jamás dio muestras de sufrir – y del poco tiempo que le quedaba. La cabeza me daba vueltas. Sentía dolor por la partida de quien ya consideraba un amigo.

Tomé una decisión: haría pública nuestra amistad y le visitaría a diario. Pocos días después le trasladaron, a petición suya, a su residencia. Desde ese día le acompañé a diario. Dejé muchos compromisos de lado. La tensión comenzó a crecer hasta llegar a agresiones verbales abiertas y amenazas de quitarme el cargo y el sueldo. Mi familia estaba amenazada con la pobreza.

Fueron días de mucha angustia. Sabía que caminaba por los caminos correctos. Incluso pensaba en hacerme admitir en la Iglesia. Los temores y las dudas de antes de la internación del Padre M. se disiparon. No quería arrepentirme de mis errores ni recibir el perdón y el consuelo de nadie más. Pero la situación que me rodeaba era tan compleja que me paralizaba.

Recé muchísimo y acudí a pedir el consejo del Padre M. Él me recibió con mucha amabilidad y escuchó con atención mis problemas. Él ya los conocía. Me habló de la fortaleza de esos mártires que no tuvieron en cuenta ni la carne ni la sangre ni las riquezas, sólo amaron la verdad y dieron público testimonio de su adhesión a la fe. “Más vale entrar al Cielo siendo pobres que irse al infierno por comodidades”, sentenció.

Como adelanté al principio, reuní a mis feligreses y les hice una declaración de mi conversión. “¡El Demonio es protestante!” les dije para abrir la charla. Luego fueron abucheos y no me dejaron terminar las explicaciones.

Mas tarde reuní a mi familia y les platiqué de cada punto, y respondí a todas las objeciones de fe y de la situación. Mi esposa no discutió mucho: me expulsó de casa. Esa noche dormí acogido por el Padre M. quien me tranquilizó respecto al altercado. Desde entonces y después de pasados años de mi conversión nunca más fui admitido en casa como padre y esposo. Hoy les visito con tanta frecuencia como me permiten, pero sus corazones siguen muy endurecidos. El Padre M. tuvo muchas palabras para mí, pero las que más me llegaron fue su confesión de ofrecimiento de su vida por la salvación de mi alma… y que con gusto veía el buen negocio ya cerrado. Dios escuche las plegarias de mi buen amigo en el Cielo por mi esposa y mis seis hijos para que a su tiempo y forma vivan la vida de gracia de la santa fe

Roma… mi dulce hogar

Rogué al buen sacerdote me preparara para abjurar mis errores y ser admitido en la Iglesia. Dispuso de todo y una mañana de abril de 2001 fui recibido en el seno de la Esposa de Cristo. En junio de ese mismo año mi querido amigo entregó su alma al Señor, siendo muy llorado por todos cuantos le conocimos mejor. Le lloraron los enfermos y presos que visitaba, los niños y jóvenes de catequesis, los pobres y necesitados que consolaba, los fieles que acudían a él en busca de consejo y del perdón de Dios. En tributo a él escribo estas líneas. Mi querido sacerdote y Revista Cristiandad.org fueron mis dos grandes apoyos e impulsores tanto de mi conversión como de mi impulso apostólico al trabajar especialmente con los conversos y preparados para la conversión.

Tras su partida la parroquia fue administrada por un sacerdote más cercano al estilo del predecesor del Padre M. Yo sentí mucho esto porque con su prédica y actuar desmentía muchos de esos grandes principios eternos que había conocido y amado.

A veces me pregunto por la oportunidad de muchos cambios que se hacen más para contentar a los malos que para agradar a los buenos. Recuerdo que mi sacerdote amigo no era muy afecto a ceder ante nosotros, sino mas bien a mostrarnos todas las banderas, incluso las más radicales. Y éstas fueron, precisamente, las que más me indignaron pero a un mismo tiempo me atrajeron.

Pero persevero en el amor a la Iglesia de siempre, a esa doctrina de la que el Señor dijo que pasarían Cielo y Tierra pero que ni una sola jota sería cambiada.

Bien se por experiencia propia y por la de tantos que han compartido conmigo sus testimonios de conversión, que esos coqueteos con el error no producen conversiones. Y las pocas que se producen son de un género muy distinto – por superficiales y emocionales – de las verdaderas conversiones, esas que producen santos. La realidad es la que constataba a diario como Pastor protestante, cuando la poca preparación de los católicos y la confusión que produce el falso ecumenismo llenaban las bancas de nuestras iglesias y los bolsillos de nuestras congregaciones evangélicas. La ignorancia religiosa de los fieles es la cosa más agradecida por las sectas, porque al ser muchas veces hija de la pereza espiritual se acompaña por la pereza intelectual. Basta entonces cualquier cosa que les emocione, que les haga sentir queridos, y luego viene el sermón acostumbrado para hacerles dudar primero y luego darles respuestas rotundas. Eso los desestabiliza y luego les atrae nuestra seguridad. ¡Y luego salimos a la calle a gritar contra los dogmas!

Ahora, junto con ustedes, puedo acudir a los pies de María Santísima y pedir que por amor a la Divina Sangre de Su Hijo Amado obtenga la conversión de los paganos, de los herejes y cismáticos y que haciendo triunfar a la Iglesia sobre Sus enemigos instaure la Paz de Cristo en el Reino de Cristo.

De Soldado a Monje

NÍNIVE, (ZENIT.org).- “El Señor ha hecho grandes cosas en mí: ha sido mi consolador y mi refugio”, reconoce un ex soldado iraquí de Nínive que, tras abandonar una vida dedicada a la guerra, ingresó en un monasterio Caldeo. Por su interés, reproducimos a continuación el testimonio ofrecido por el religioso,que ha pedido permanecer en el anonimato, publicado el pasado lunes por la Agencia de la Congregación vaticana para la Evangelización de los Pueblos (Fides).

Vengo de una familia cristiana. En 1984 era soldado del ejercito iraquí. Combatí en la guerra contra Irán militando durante casi cuatro años en el ejército. He combatido también contra los kurdos y entre otras adversidades fui hecho prisionero: un grupo de guerrilleros kurdos me capturó y permanecí tres meses en la montaña sufriendo crueles torturas. Me liberaron porque mi familia pagó como rescate 10.000 dinares.

La vida militar en el ejército de Saddam me agotó y huí, por lo que me convertí en un desertor. La policía me capturó y un tribunal militar me condenó a prisión por deserción.

En aquel período descubrí la oración como verdadero alimento espiritual. Viví esta crisis con mucho dolor y sufrimiento en cuerpo y alma. Pero el Señor estaba siempre conmigo y no me dejó jamás, porque quien tiene fe en el Señor nunca debe tener miedo y encuentra la paz y la alegría a pesar de las situaciones de angustia.

Dice el salmo: “Fui joven, ya soy viejo, nunca vi al justo abandonado, ni a su linaje mendigando el pan” (Sal 37, 25).

Comencé a interrogarme sobre el verdadero sentido de la vida y sobre los verdaderos valores, preguntándome dónde y cuándo podría encontrar el camino adecuado de mi existencia en el mundo ¿Qué camino deberé seguir para llegar a la verdadera felicidad?

A las preguntas sobre mí mismo se añadían otros interrogantes: ¿por qué hay guerras, injusticias y odio en el mundo? ¿Por qué la humanidad no puede vivir en paz? En aquel momento de angustia, oí una voz fuerte dentro de mí que me llamaba: “Ven y sígueme, encontraras el verdadero sentido de tu vida. Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).

En 1988 terminó la guerra y seguí un curso de estudios en la Universidad en mi ciudad, Nínive. Continuaba frecuentando la Iglesia y pidiendo a Dios que confirmara mi vocación.

En 1991 comenzó la Guerra del Golfo y la situación de la mayoría de la gente empeoraba de día en día. Muchas familias emigraban de Irak. También yo habría querido unirme a la diáspora.

En 1993 me inscribí en un curso de Teología y sentí en lo profundo de mi corazón lo dulce y buena que es la Palabra de Dios. La conciencia de la vocación se hizo más fuerte y entonces respondí a la llamada del Señor. Es el Señor quien llama y es Él quien da el primer paso hacia el hombre.

Después de un intenso período de oración, en 1995 dejé a mi familia y mi ciudad para seguir al Señor y entré en el convento de los Monjes Caldeos que se encuentra en Bagdad. Ahora estoy perfeccionando mis estudios.

Un Cura Mendigo

Periódico “La Razón” miércoles, 9 de Mayo de 2001

Un cura mendigo, que había abandonado el sacerdocio, confesó a Juan Pablo II

Hace unos días, en el programa de televisión de la Madre Angélica en los Estados Unidos (EWTN), relataron un episodio inédito de la vida de Juan Pablo II.

Un sacerdote norteamericano de la archidiócesis de Nueva York se disponía a rezar en una de las parroquias de Roma cuando, al entrar, se encontró con un mendigo. Después de observarlo durante un momento, el sacerdote se dio cuenta que conocía a aquel hombre. Era un compañero del seminario, ordenado sacerdote el mismo día que él. Ahora mendigaba por las calles.

El cura, tras identificarse y saludarle, escuchó de labios del mendigo cómo había perdido su fe y su vocación. Quedó profundamente estremecido.

Al día siguiente el sacerdote llegado de Nueva York tenía la oportunidad de asistir a la Misa privada del Papa, a quien podría saludar al final de la celebración, como suele ser la costumbre. Al llegar su turno, sintió el impulso de arrodillarse ante el Santo Padre y pedir que rezara por su antiguo compañero de seminario, y describió brevemente la situación al Papa.

Un día después recibió una invitación del Vaticano para cenar con el Pontífice, en la que solicitaba llevara consigo al mendigo de la parroquia. El sacerdote volvió a la parroquia y le comentó a su amigo el deseo del Papa. Una vez convencido el mendigo, le llevó a su lugar de hospedaje, le ofreció ropa y la oportunidad de asearse.

Confesó al Papa El Pontífice, después de la cena, indicó al sacerdote que los dejara solos, y pidió al mendigo que escuchara su confesión. El hombre, impresionado, le respondió que ya no era sacerdote, a lo que el Papa contestó: “una vez sacerdote, sacerdote siempre”.

“Pero estoy fuera de mis facultades de presbítero”, insistió en mendigo, que recibió como respuesta: “Yo soy el Obispo de Roma, me puedo encargar de eso”.

El hombre escuchó la confesión del Santo Padre y le pidió a su vez que escuchará su propia confesión. Después de ella lloró amargamente. Al final Juan Pablo II le preguntó en qué parroquia había estado mendigando, y le designó asistente de párroco de la misma, y encargado de la atención a los mendigos.

Conocí al Padre Pío

Me llamo José Miguel Cenoz. Soy padre capuchino. Tengo 77 años. Actualmente, vivo retirado en Alsasua (Navarra), pero fui durante más de 30 años misionero en 26 países de todo el mundo. Desde China y Japón, hasta EEUU. Desde la placidez de mi convento navarro, cuando echo la vista atrás, doy gracias al Señor por haberme llamado a seguirle, por haber podido predicar su nombre por toda la tierra y, sobre todo, por haberme concedido la inmensa gracia de haber conocido y olido al Padre Pío, al que hoy Juan Pablo II canoniza. Porque no sólo conocí, sino que olí el perfume celestial que exhalaba. Y no en una, sino en dos ocasiones que nunca olvidaré. La primera fue el 13 de julio de 1966. Recuerdo perfectamente que el superior del convento donde vivía el Padre Pío me concedió el privilegio de saludarle en su celda. Y cuando iba, por el claustro, hacia la habitación del santo comencé a sentir un aroma tan especial que me quedé sorprendido. Cuando se lo comenté al superior, me dijo: «Es el perfume celestial que emana del Padre Pío». Unos años después, volví a sentir ese olor. Era 1971 y el Padre Pío ya había muerto. Mi hermano misionero y yo quisimos visitar su tumba. Celebramos misa, oramos ante sus restos y fuimos a visitar los lugares del santo. Mientras los recorríamos, comencé a sentir el perfume de la primera vez.

Le di un codazo a mi hermano y le pregunté: “¿No hueles nada?”. “Huelo un perfume muy fuerte y muy especial que nunca había olido”. “Es la segunda vez que me ocurre”, le contesté mientras ambos tratábamos de llenar nuestros pulmones con aquel olor misterioso, como de cielo. No puedo describirlo bien, pero se quedó grabado para siempre en mi pituitaria. Por buscarle algún parecido, quizás tirase un poquitín al aroma de las violetas. Por cierto, no soy el único que lo percibió. Recuerdo a un cura filipino que, al leer la vida del Padre Pío, sintió el perfume y entró en los capuchinos.

De mis encuentros con el Padre Pío conservo su perfume en la mente y varias fotografías que le hice mientras celebraba la eucaristía con una flamante cámara que me regalaron en EEUU. Recuerdo que me coloqué en el primer banco de la iglesia. Eran las cinco de la mañana y la plaza contigua al templo ya estaba llena de devotos del santo. Cuando abrieron las puertas, las mujeres corrían como locas para coger el mejor sitio. Tanto es así que me tiraron al suelo. Me levanté y me subí a una tribuna, desde donde pude hacerle fotos (estaba prohibido) sin flash durante la consagración.

Se celebraba en latín, claro está (como se hacía en aquella época), con una unción especial, sobre todo durante la consagración, el momento de la eucaristía en el que el Padre Pío parecía transformarse. Caía en éxtasis y se levantaba del suelo, un fenómeno que se conoce como levitación. Entraba en el misterio de Dios, conocía las realidades divinas y ese amor le transportaba a otro mundo. Tanto el éxtasis como la levitación son fenómenos muy especiales. Es la alta mística.

También tuve el privilegio de poder visitarle en su celda. Y digo privilegio porque hay que tener en cuenta que el acceso al santo era muy restringido. Tanto es así que a los propios capuchinos nos estaba prohibido visitarle sin un permiso especial del superior general de la orden, que lo concedía a cuentagotas. Camino de su celda sentí por vez primera aquel olor tan especial, como ya conté. Ante la puerta estaba un joven hermano que no me quería dejar entrar. Volví a utilizar la mediación del superior del convento y entré. Era una celda espartana. Con una cama, una mesa, un reclinatorio y un armario. El Padre Pío estaba en la cama, descansando, porque los estigmas le producían un dolor terrible. Desprendía un aura especial. Me preguntó quién era y de dónde venía. Me bendijo a mí y a 200 pequeños crucifijos que llevaba y que, a mi vuelta a Estados Unidos, devoraron los fieles de mi parroquia como si fuesen el mejor regalo del mundo.

Lo encontré bien. Incluso diría que robusto. Y eso que sólo se alimentaba una vez al día e ingería 400 calorías. Con una sonrisa amable y simpática siempre en su rostro. Y eso que tenía un carácter vivaracho y hasta se enfadaba.

Otro de los momentos que recordaré toda mi vida fue cuando le besé las manos con las vendas que tapaban sus llagas. Sentía como si estuviese besando las propias llagas de Cristo. ¡Me habían contado tantas cosas de ellas! Me habían dicho que manaban un vaso de sangre al día y que los médicos habían hecho todo lo humanamente posible para que dejasen de supurar, pero que no lo habían conseguido. Y que durante los 50 años que las tuvo nunca se le infectaron. Eso sí, le dolían. Cada vez que posaba los pies, sufría horrores. Por eso, cuando yo le vi, le transportaban por los brazos dos capuchinos jóvenes o utilizaba silla de ruedas. Una vez le preguntaron si le dolían las llagas y él contestó: «¿Pensáis que están aquí de adorno?».

Me contaron que cuando las recibió tenía 31 años. Estaba en el coro orando en solitario y, de pronto, los hermanos oyeron un grito horrible. Cuando llegaron al coro lo encontraron bañado en un charco de sangre. Fue entonces cuando el Señor le infundió los estigmas en las manos, en los pies y en el costado. Decían que la llaga del costado tenía forma de cruz.

El Padre Pío vio la figura luminosa de un hombre y, a continuación, cinco dardos de fuego le atravesaron en los mismos lugares de las llagas de Cristo. El capuchino comenzó a sentir dolores en las manos, los pies y el costado. Poco a poco, en la palma de la mano izquierda comenzó a hacerse visible un círculo rojo que aparecía y desaparecía, según contaba él mismo y los hermanos de la congregación que vivían con él.

Ocho años después, los dolores y los círculos se transformaron en heridas visibles que no se cerrarían hasta el día antes de su muerte, el 23 de septiembre de 1968. Me consta por nuestros superiores que le trataron numerosos médicos y todos coincidieron en su diagnóstico: «Fenómeno inexplicable». Aunque también es cierto que, durante la época en la que fue perseguido por el Vaticano, eminentes médicos, como el mismísimo Agostino Gemelli, fundador del Policlínico donde se operó el Papa, calificó al santo de «un psicópata que se autolesiona, un estafador».

Otro momento de gracia inenarrable para mí fue el poder confesarme con él. El Padre Pío pasaba unas 15 horas en el confesionario, porque sabía que la gente esperaba hasta 15 ó 20 días para poder contarle a él sus pecados y oír de su boca la penitencia. Y eso que el confesionario es como una tortura. Yo pasé una vez 12 horas seguidas en él y terminé molido, porque allí no se oye nada bonito.

Gracias a mis contactos en el convento, me colaron entre los que se iban a confesar y viví allí unos instantes en los que me parecía estar tocando el misterio. Se palpaba, se tocaba algo espiritual e invisible pero, por sus efectos, tangible. Todos mis sentidos estaban despiertos y absortos en contemplar y vivir aquella celebración. Cuando me tocó el turno, me acerqué al santo casi con temblor. Me confesé en latín.

Recuerdo que me dijo: “Ora mucho”. Salí de allí flotando y esa vivencia jamás la olvidaré. Salí como transportado a otra realidad. Porque el Padre Pío fue un auténtico apóstol del confesionario. Dicen que, en 50 años, se arrodillaron a sus pies millón y medio de penitentes. Todos salían de allí convertidos y al que no iba de buena fe, lo descubría.

Yo también me había acercado a su confesionario con cierta prevención, porque decían que el Padre Pío tenía el don de penetrar las conciencias, es decir de descubrir el interior de tu alma. Recuerdo que, una vez, encontré en EEUU a un americano que, durante su estancia en Italia en la Segunda Guerra Mundial, consiguió confesarse con él. Y me contaba que el Padre Pío, después de darle la absolución, le dijo: “Un día serás sacerdote”. Cuando yo lo conocí era un sacerdote capuchino. La profecía se cumplió.

Esa misma profecía se la había hecho antes al entonces cardenal Montini, arzobispo de Milán. Y esta vez con intermediario y testigo, el comandante Galetti, al que el fraile capuchino dijo un día: “Vete a Milán y dile a Montini que será el sucesor de Juan XXIII”. En el confesionario leía los corazones y las conciencias. A más de un penitente le dijo sin conocerle: “Vete, vienes aquí sólo por curiosidad. No profanes el sacramento del Señor”. A otros, les recordaba los pecados que omitían por vergüenza.

El santo leía en las conciencias y, además, tenía el don de la bilocación. Nunca salió físicamente de los alrededores de su convento, pero estuvo atendiendo a bien morir al cardenal Barbieri, en Montevideo, la capital de Uruguay.

El Padre Pío profesó siempre una ejemplar y total obediencia a los siete papas León XIII, Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, Juan XXIII y Pablo V que conoció a lo largo de su vida. Y eso que sufrió profundas incomprensiones y hasta persecuciones por parte de algunos de ellos. Pío XI mandó que lo confinasen en su convento de 1931 a 1933, sin poder recibir visitas ni hablar con nadie. Ni siquiera los frailes podíamos acercarnos a él. Ya en tiempos de Juan XXIII, volvió a sufrir el acoso de los inquisidores del Santo Oficio, que incluso nombraron al obispo de Manfredonia para que le vigilase y rindiese cuentas a Roma de todos sus actos.

Pero el obispo tenía una amante y el Padre Pío lo descubrió sin que nadie se lo dijese, con lo cual el prelado le juró odio eterno y trató de involucrarle en todo tipo de pecados y delitos. Le acusó, por ejemplo, de acostarse con las mujeres a las que dirigía espiritualmente. Al final, Roma destituyó al obispo y le redujo al estado laical por haber trascendido a la opinión pública la vida licenciosa y disoluta que llevaba.

De 1958 a 1959, el Padre Pío vuelve a caer en desgracia ante Roma. Esta vez por cuestiones económicas. Un espabilado banquero italiano, Giufre, había conseguido los capitales de muchas organizaciones de Iglesia, incluida la Santa Sede, ofreciéndoles pingües beneficios. Cuando el banco quebró, El Vaticano, para hacer frente al escándalo, presionó al Padre Pío para que le cediese el dinero líquido que, ya entonces, entraba a espuertas en su monasterio. Ante la negativa del santo, la Curia romana intentó convertirle en un proscrito y llegó a ponerle micrófonos en su habitación y en el confesionario para grabar todas sus conversaciones.

El enviado de la Curia vaticana, Carlo Maccari, preparó un informe demoledor contra el capuchino y lo depositó en la mesa del Papa: “En el fraile reina el demonio de la impureza, sus estigmas son fruto de la histeria o consecuencia de agentes químicos, su vida es sensualismo místico”, seduce a las mujeres, compra a periodistas para que hablen bien de él, se procura perfumes costosos y hábitos de lujo, exige comida especial”.

Juan XXIII se lo cree y permite que la Curia le persiga y le suspenda en su ministerio. Sólo al final de su vida reconoce que “es un buen religioso” y se encomienda a sus oraciones. Pablo VI lo rehabilita, le concede plena libertad y dice de él: “Celebra la misa humildemente, confiesa de la mañana a la noche, hombre de oración, hombre de sufrimiento y,aunque es difícil de entender, representante de los estigmas de nuestro señor Jesucristo”.

No sé si podré ir a su canonización, porque ya soy mayor. Pero le voy a pedir un milagro. Uno más de los muchos que hizo y hace. Porque son miles los milagros atribuidos al Padre Pío. El propio Karol Wojtyla, entonces arzobispo de Cracovia, le escribió una carta contándole que Wanda Poltawska, una señora amiga suya, madre de cuatro hijos y que había estado confinada en los campos nazis, estaba enferma de cáncer. Y le pidió que rezara por ella. Dicen que, al terminar de leer la carta, dijo: “A éste no se le puede decir que no”. A los pocos días, la mujer quedó inexplicablemente curada. En 1967, la propia Wanda va a San Giovanni para asistir a una misa del Padre Pío. Al terminar la celebración, éste se dirige con paso decidido hacia ella, le sonríe, le acaricia la cabeza y, mirándola a los ojos, le dice: “Ya estás bien, ¿verdad?”.

En la noche del 20 de junio de 2000, Matteo Pío Colella, un niño de 7 años, ingresaba en la unidad de cuidados intensivos del hospital Casa de Alivio, a causa de una meningitis fulminante. Los médicos le desahucian. Esa misma noche, su madre participa en una vigilia de oración, junto a varios frailes capuchinos, al término de la cual el niño mejora repentinamente. Al despertar, Matteo asegura que ha visto a un anciano con barba blanca y vestido marrón que le prometió que se iba a curar. Era, seguro, el Padre Pío. Este milagro, reconocido oficialmente por la Iglesia, le ha abierto las puertas de la santidad a un hombre que ya en vida fue aclamado como santo.

El día de su elevación a la gloria de Bernini yo también le voy a pedir un milagro: que cambie el corazón de una prima carnal que, hace muchos años, se hizo de los Testigos de Jehová, que es lo más horrible que le puede suceder a una persona. Hace algún tiempo que está leyendo la vida del Padre Pío. Y la verdad es que la lee con fruición. Ésa es buena señal. Por eso, el día de su canonización le voy a pedir que remate la faena y que mi prima vuelva pronto a la fe católica. Con eso me conformo.

Con eso y con que, cuando llegue mi hora, me acoja en el seno del Padre, para gozar eternamente de aquel perfume celestial. Algo de lo que estoy seguro, porque el Padre Pío dejó escrito: “Cuando muera pediré al Señor que me haga descansar a las puertas del Paraíso y no entraré hasta que no haya entrado el último de mis hijos espirituales”.

La Humildad Y La Cordura

Creo que una de las predicaciones que más han tocado mi vida la recibí en el Foyer de Charité de Zipaquirá. Yo no estaba haciendo retiro sino que pasaba por el lugar, un lugar que amo mucho, y era tiempo de la Misa, de modo que ese fue el recurso que usó mi Dios para permitirme escuchar algo que ahora les comparto.

En realidad se puede decir con muy pocas palabras: la soberbia es locura; la humildad es cordura.

Continuar leyendo “La Humildad Y La Cordura”