2. Añade otra P
Los antiguos romanos encontraron una fórmula efectiva para mantener las masas bajo control: panem et circenses, pan y circo. La falta de lo necesario (el pan) y la falta de distracción (circo) hace que la gente se rebele.
Es curiosa esa pareja, que reúne lo indispensable, como es el alimento, y lo superfluo (o cruel), como es el entretenimiento. Y sin embargo, la palabra que usamos antes, “distracción,” viene el caso, porque literalmente estar “distraído” es ser atraído por distintas cosas o fines. Cuando una persona tiene su atención en otras cosas disminuye su percepción sobre sus carencias. O sea que el pan y el circo son dos aproximaciones a lo que hace falta: por una parte supliéndolo, hasta un cierto punto, y por otra disminuyendo la sensación de lo que no hay.
Es curioso ver que en ciertas circunstancias el “circo” puede ser casi más poderoso que el “pan.” En la guerra de Vietnam el gobierno norteamericano se preocupaba mucho por proveer a los soldados con buenas distracciones, así no pudieran ser frecuentes. Todo aquel que conozca la lógica de un ejército en campaña sabe también cuánto interesa tener buenos músicos, o animadores, o… mujeres.
Estas reflexiones vienen al tema de la paz. Nuestro Señor Jesucristo vino a traer una paz real, profunda, integral, basada en la justicia. Pocos gobiernos intentan algo así. La aproximación al tema, de parte de ellos, es mucho más pragmática, como la de los romanos: pan y circo. Hoy eso puede llamarse prosperidad y entretenimiento. Las dos cosas le han llegado en grandísimas dosis a Irlanda en los últimos quince años: un crecimiento económico que tomó nombre propio, el Tigre Celta, y un abanico infinito de modos de gastar el dinero. De un día para otro muchos irlandeses descubrieron que podían viajar muchísimo, comprar muchísimo, vestirse con lujo y comer con exquisitez. Es decir: prosperidad y entretenimiento.
Mi abuelo decía que “no hay nada más conservador que el dinero.” Las revoluciones se alimentan del hambre, al paso que la prosperidad hace que cada quien se encierre en sus deseos y en mejorar su propia fortuna. Cuando llegué a Irlanda, una de las cosas que más me impactó es la cantidad de anuncios de televisión invitando a la gente a endeudarse, de mil modos: hipotecas, préstamos, consolidación de deudas, finca raíz, condominios, además de las consabidas ofertas comunes en una sociedad marcada por el consumo. Es claro que en la medida en que cada persona lucha por su propio y exclusivo interés le resulta más y más difícil asociarse con otros en la aventura incierta de buscar un orden social radicalmente nuevo: cuando se ve una escalera, uno no se tira fácilmente al vacío.
Y sin embargo, la prosperidad y el entretenimiento no son todo. Falta otra P, la “participación.” Las metas del IRA no han sido solamente económicas sino, incluso más, políticas. Tarde o temprano una persona libre y próspera se pregunta por qué no puede tomar parte real en las decisiones que marcan el destino del país o región donde ha nacido. Tarde o temprano, también, una persona que desea tener dinero y disfrutarlo se pregunta por qué sus impuestos tienen que ir a manos de un gobierno en el que se le excluye por principio. Estas preguntas han demostrado tener una fuerza inmensa, suficiente, a lo menos, para derribar el sistema imperialista de colonias que marcó a Occidente hasta bien entrado el siglo XX.
El Reino Unido, en lo que atañe a Irlanda del Norte, y el gobierno de Dublín, en lo que respecta a la República de Irlanda, han demostrado que pueden dar prosperidad y entretenimiento a los algo más de cuatro millones de habitantes de esta isla. Pero falta el examen de la participación. Y el IRA lo sabe.