Las prioridades irrenunciables de la Iglesia son la familia y los sacerdotes.
De la familia brota la vida natural; del ministerio sacerdotal, la vida de la gracia. La destrucción de la familia hace vulnerables a los pueblos y pasa el dominio de unos países a otros; la destrucción del sacerdote hace vulnerable al rebaño de Cristo y entrega las ovejas al imperio de las tinieblas.
Estas dos prioridades están tan unidas que en muchos aspectos son como una sola. Sn familias con hijos, familias sanas, piadosas y escuelas de virtud es difícil encontrar buenas y numerosas vocaciones, como hacen falta en todas partes. Sin sacerdotes generosos con su tiempo y su ministerio la familia se vuelca fáclmente hacia las cosas de esta tierra y las idolatra: salud, bienestar, tecnología, idiomas, vacaciones, mucho dinero, pero poca o ninguna referencia a los valores permanentes. Tales familias no alcanzan sanas más allá de una o dos generaciones.
Trabajar por esta única y doble prioridad implica relacionar al sacerdote y a la familia. El modelo protestante quere lograr ello dándole una familia al ministro mismo, un camino que en general han seguido las Iglesias Orientales también. El caso de estas Iglesias nos cuestiona, porque el vigor misionero parece ir en proporción inversa al cúmulo de responsabilidades que tiene un sacerdote casado.
Con respecto a los protestantes, la misión se ha convertido en un proyecto empresarial que adquiere rostro de secta. El ministro casado se ve doblemente obligado a ser exitoso económicamente: como demostración “objetiva” del poder de su mensaje y como medio de evitar conflictos con las necesidades de su propia familia.
En resumen: un ministro casado tiene que asegurar lo suyo y lo de los suyos, y eso implica de manera casi inevitable inercia o mercadeo; en ambos casos sale perdiendo la fidelidad al mensaje de los apóstoles.
Hay sin embargo otras maneras de asociar sacerdotes y familias. Sobre esto deseo comentar un poco más, pero no alcanza mi tiempo en este momento.