5. ¿Entender al cerebro es entender la inteligencia?
La neurología y demás ciencias asociadas han logrado notables resultados, tanto en la comprensión de nuestro propio cuerpo como en el diagnóstico y tratamiento de diversas dolencias. Ello sin embargo no nos ahorra la pregunta clave: ¿Entender al cerebro es entender la inteligencia? O puesto de otro modo: ¿todo lo que puede entenderse sobre la inteligencia puede ser deducido de nuestra anatomía, fisiología y relación con el entorno?
Hay que observar que quienes afirman que la inteligencia es reducible al cuerpo y la materia se apoyan en un principio de doble asociación. En una dirección se enuncia así: “cada vez que Juan ve algo se afecta tal parte del cerebro de Juan.” En la otra dirección se enuncia así: “Cada vez que comprobamos que tal parte del cerebro de Juan se afecta, él reporta que está viendo tal o cual cosa.” Eventualmente estas dos direcciones se funden en un producto: “Hemos logrado producir en el cerebro de Juan las interacciones eléctricas, magnéticas y químicas tales que él afirma ver lo que nosotros queremos que vea.” Cámbiese aquí el verbo “ver” por cualquier otro, sin excluir sentir, recordar, amar, desear, olvidar o sentir que él es “María” y no “Juan.”
De modo más formal, el principio de doble asociación dice que si dos fenómenos están vinculados de modo que no puede darse uno sin que se dé otro, y alguno de ellos es completamente explicable, el otro debe considerarse completamente explicado. Por supuesto, lo “completamente explicable” en el caso presente es lo que vemos que sucede en el cerebro de Juan que está delante de nosotros; lo “vinculado” es el mundo de sensaciones, recuerdos, ideas, fantasías que Juan afirma tener. El principio de doble asociación dice que una vez obtenida la explicación del lado que podemos explicar no hay nada más que deba ni que de hecho pueda ser explicado. Por decirlo de manera casi brutal: ya no necesitamos de Juan.
Por supuesto, las ciencias neurológicas no han alcanzado esas “perfectas explicaciones” pero la discusión no va en el sentido de los resultados obtenidos sino más bien en el terreno de los principios. De nuevo: ¿Entender al cerebro es entender la inteligencia?
Para científicos y pensadores como Rodolfo Llinás no hay duda de ello. En su obra El cerebro y el Mito del Yo (ed. Norma, 2002, p. 147) afirma: “La subjetividad o el ‘sí mismo’ se genera mediante el diálogo entre el tálamo y la corteza o, en otras palabras, los eventos unificadores recurrentes constituyen el sustrato del ‘sí mismo’ ” (subrayado del autor). Ese “diálogo” se produce de un modo específico y localizable en el cerebro. Por eso anota el mismo autor: “Esta centralización de la predicción es la abstracción que llamamos el ‘sí mismo’ ” (p. 148).
Hay que saber que para Llinás la predicción es la función real del cerebro, entendiendo por ella la expectativa de eventos por venir (véase p. 4). El cerebro, según este notable investigador, es un productor de imágenes sensomotoras, y la percepción es la “validación” de estas imágenes. El cerebro está lanzando “predicciones” o expectativas sobre el mundo y a través de los sentidos las va validando y ajustando. Hay un “centro” para esas predicciones que es precisamente el diálogo entre el tálamo cerebral y su corteza, y a esa operación continua, a ese diálogo, considerado de manera abstracta, lo llamamos el “yo.” De este modo el conocimiento exhaustivo de lo que él llama el cableado del cerebro conduciría al conocimiento del yo y de sus vivencias. No hay nada ajeno, sobrenatural, invisible o inexplicable en todo ello. Puede ser complejo y requerir décadas de investigación pero esencialmente todo está ahí.
¿Qué quiere decir que el yo es una abstracción? No se trata de algo metafísico. Llinás lo explica así: “El ‘yo,’ aquello por lo que trabajamos y sufrimos, es tan sólo un término útil, referente a un evento que es tan abstracto como lo es el concepto del Tío Sam respecto de la realidad de algo que es tan complejo y heterogéneo como son los Estados Unidos” (p. 149).
La noción de “término útil” nos hace recordar a Hume, en su Tratado de la Naturaleza Humana:
La identidad que atribuimos al espíritu humano es tan sólo ficticia y del mismo género que la que adscribimos a los cuerpos vegetales o animales. No puede, pues, tener un origen diferente, sino que debe proceder de una actividad análoga de la imaginación dirigida a objetos análogos (I, 1, 4).
Un poco más adelante, en la misma sección, asegura el filósofo británico:
Nuestras impresiones dan lugar a las ideas correspondientes, y estas ideas, a su vez, producen otras impresiones. Un pensamiento persigue a otro y trae tras de sí un tercero, por el cual es expulsado a su vez. En este respecto, a nada puedo comparar el alma mejor que a una República o Estado en que los diferentes miembros se hallen unidos por los lazos recíprocos del gobierno y subordinación y den la vida a otras personas que propagan la misma República, a pesar de los cambios incesantes de sus partes, y como la misma República no sólo puede cambiar sus miembros, sino también sus leyes y constituciones, la misma persona puede del mismo modo variar su carácter y disposición, lo mismo que sus impresiones e ideas, sin perder su identidad. Cualesquiera que sean los cambios que sufre, sus partes diversas siguen enlazadas aun por la relación de causalidad. Desde este punto de vista, nuestra identidad con respecto a las pasiones viene a corroborar la identidad con respecto a la imaginación, haciendo que nuestras percepciones distantes se influyan entre sí y dándonos un interés actual por nuestros dolores y placeres pasados o futuros.
Desconozco si Llinás ha leído a Hume, pero, vistas las cosas desde fuera, hasta el ejemplo del “Tío Sam” parece tener antecedentes de varios siglos.