16. El Empleado del Monasterio
Caterina se sentó al lado de Mateo. Lo miró primero a él y luego dijo en voz clara:
–Primero debo pedirte perdón a ti, Mateo. Sólo Dios sabe el dolor que llevó por la muerte de tus amigos. Aquello fue un crimen horrendo y lamentablemente no es el primero que comete Landulfo. Y si ustedes no me ayudan, si ustedes no nos ayudan a mi madre y a mí, ese hombre seguirá asolando esta zona.
Un pájaro cantó con voz suave y hermosa, pero se calló sin que nadie le hiciera ninguna seña. Caterina continuó, dirigiéndose al hermano de Juan, que ya había dejado de amenazar con el cuchillo a Elena:
–Quiero que sepas que entiendo tu ira. Todo esto ha sido terriblemente injusto y terriblemente doloroso. Pero si no nos unimos será aún más doloroso. Sé bien que Landulfo ya busca un pretexto para quitar de en medio al monje, a Iván.
–¿Por qué?
–Supuestamente por darme gusto a mí. Por favor, entiendan que estoy arriesgando mi vida viniendo aquí a esta hora. Si Landulfo se despierta estoy perdida. Pero yo sabía que tenía que venir…
–Yo lo que no entiendo es por qué ese loco asesino mata a la gente para darte gusto a ti –acotó el hermano de Juan, aunque ya sin la agresividad de hace un momento.
–Amigos, no me siento capaz de explicarlo. Yo solamente dejo en las manos de ustedes el único tesoro que tengo en esta tierra, que es mi preciosa madre, a quien lamentablemente tengo que tratar como si fuera mi sirvienta. Ahora debo volver. Si los ángeles me acompañan llegaré a tiempo y mi esposo no habrá notado mi breve ausencia. Mamá: te autorizo para que les digas todo, todo, todo…
Y se esfumó entre las sombras.
Elena se sentó en el suelo y pidió si le podían regalar un poco de agua. Bebió unos buenos sorbos y luego siguió:
–Bueno, ya conocen a mi hija. Ella es Caterina. Pueden ver también que ha cambiado, pues esa no era su manera de ser. Nunca se ponía ella misma en riesgo y sí quería en cambio que todos giraran alrededor de ella. Pero ahora permítanme que sugiera algo: este lugar no es realmente seguro y en este momento no debemos exponernos a la ira de Landulfo. Yo creo que con la ayuda de Dios y la unión entre nosotros podemos lograr la victoria, pero será mejor que ahora busquemos un lugar más escondido del que mañana podamos salir de acuerdo con el plan que tracemos.
–Un momento –terció el hermano de Juan–. Yo quiero decir algo.
Hubo suspiros de impaciencia pero se le permitió hablar sin estorbo:
–Elena, quiero pedirte que me perdones. El miedo y la ira son malos consejeros y no he debido obrar así. Y también quiero que sepas por qué rehusaba dar mi nombre. La gente siempre me ha mirado como el reemplazo de mi hermano, aunque él es casi diez años mayor que yo. Y bueno, cuando en Aldún empezamos a recuperar nuestros nombres yo escogí y recibí el nombre de Iván. Puede parecer tonto, pero me da rabia parecerme a él hasta en eso: ahora los dos nos llamamos Iván.
–Muchacho, acepto tus disculpas y quede ya olvidado el mal momento. Sobre lo de los nombres, no te angusties por eso: vamos a llamarte, si te parece, Iván el Menor, porque… la verdad, un poco de humildad no te viene mal.
Todos sonrieron ante la ocurrencia y se fueron caminando en silencio después de apagar la hoguera. Una hora y media de trayecto después arreglaron un lugar para pasar la noche. De hecho, ya no faltaba mucho para el alba.
Sería esa la misma hora en que nuestro Juan, o “Iván el Mayor,” se recogía también para dormir, en la habitación que había sido de Ivana. Se había trasnochado más que de costumbre no por causa de oraciones, sino de la lectura. He aquí el último párrafo que le entretuvo esa noche:
“Hoy ha empezado a trabajar para nosotras un hombre que conoce bien este lugar. Todas pensamos que es una gran bendición de Dios. Se llama Landulfo, y aunque es un poco rudo y se ve que carece de toda instrucción, tiene otra clase de conocimientos que acaso sean más importantes en este momento. Ha sido y es pastor, y eso es muy bueno y nos llega muy a tiempo porque mal podremos sobrevivir sin algo de crianza de animales. Magdalena, como de costumbre, está un poco dudosa de qué hacer, pero eso no es extraño en ella porque ya sabemos que Magdalena duda y dudará de todo. Gracias a Dios pude persuadirla de que admitiera a Landulfo como trabajador regular de nuestro monasterio. No me costó trabajo en cambio convencer a Caterina de que dedique unos tiempos cada tarde para enseñarle latín, pues ella tiene mucha más cultura que la mayoría de nosotras y se ve que le gusta enseñar. Todo parece que irá muy bien. ¡El Señor es bueno para los que le honran!”
Sería más de media mañana cuando Ariadna se despertaba en su casa, y Juan en el monasterio, y los muchachos, junto a Elena, en la cueva de la montaña.