14. Elena Cuenta su Historia
El fuego crepitaba dando una sensación de reunión de amigos y de paz al comienzo de la primavera. Elena entendió rápidamente que no podía defenderse con otra cosa que no fuera la verdad, así que se dispuso a confesarlo todo, con la presunción de que hablar le salvaría la vida.
Y no se equivocaba. Ninguno de ellos era hombre o mujer de armas. No querían lastimarla sino tomarla como guía, así fuera una guía un poco forzada.
Mateo empezó, con tono solemne:
–No vamos a hablar de mis compañeros, que fueron brutalmente asesinados sin causa justa. Hoy nos ocupa otro asunto. El monje, el señor Kunev.
–Usted perdone –dijo Elena con cierta confianza pero todavía temblorosa y sudando–, pero no conozco ese apellido.
–Es el hermano de este hombre que está aquí, frente al que usted se asustó muy visiblemente, señora… ¿qué?
–Puede llamarme Elena.
–Bien, Elena, queremos saber dónde está el señor Kunev. Él pertenece a nuestro pueblo, Aldún, como seguramente usted también porque veo que nos entiende perfectamente.
Ella ocultó la cabeza entre las manos y gimió.
–Señor, no se enoje conmigo, por favor. Es una larga y triste historia. Si pueden ustedes ahorrarme el dolor de contarla… Y no vayan a ser crueles con esta pobre anciana, que nada tiene sino el dolor de una hija tan bella en su cuerpo como trastornada en su mente.
–Es posible que tengas algo más para nosotros…
El tono de confianza le hizo bien a la vieja, que se veía muy frágil y era un manojo de nervios. Pasó saliva, se aclaró la garganta, y siguió un poco más segura:
–El señor Kunev, como tú lo llamas, se llama ahora Iván y es un monje que vive en lo que fue el monasterio de mi hija. Las referencias que da Landulfo, el pastor, es que lleva una vida disoluta. Lamento decirles que obra como un desquiciado, vive borracho y tiene alucinaciones demoníacas.
–¡Eso no puede ser verdad! –gritó el hermano de Juan.
–¡Calla, tonto, o por lo menos baja la voz! –le reconvino de inmediato Joaquín, preocupado de que fueran escuchados en casa de Landulfo.
Elena continuó:
–Yo no tengo nada contra Iván, mis señores, mis respetados señores…
–Anda, deja tanta venia y tanto formalismo, y dinos cómo se llega al monasterio.
–Hay dos caminos. Uno, el antiguo, es el de las cruces. Es muy largo y es el único que yo conozco. El otro, más nuevo, atraviesa la montaña por el centro. Yo no sé por dónde es, pero entiendo que reduce el tiempo de camino a la tercera parte.
–¿Landulfo conoce ese camino? –intervino Marcela, la hermana menor de Perla.
–De nosotros sólo él lo conoce, señorita.
Mateo se quedó mirando a la viejecita que parecía perfectamente sincera.
–Elena –dijo al fin–, ¿quieres ayudarnos? Aunque debo advertirte que si no quieres no puedo responder por tu vida. La gente en Aldún arde en ira contra Landulfo y si su casa es arrasada poco puedo prometerte…
–Muchachos, ustedes no se imaginan lo que ha sido mi vida…
Algo más iba a decir pero rompió en un llanto largo, con profundos suspiros. Realmente parecía honesta en su actitud de modo que los jóvenes respetaron esas lágrimas y simplemente se quedaron mirándola. Al final Elena sacó de alguna parte un trozo de cuerda como de un medio metro de largo. Tenía un nudo en la mitad y se veía de factura muy pobre. La sostuvo en su mano izquierda, dejando caer las dos puntas a lado y lado de la mano mientras acariciaba el nudo con los dedos. La cosa despertó curiosidad; pero antes de que brotara alguna pregunta ella dijo:
–Esto me ha sostenido; sépanlo bien: me ha sostenido.
–¿Quieres explicarnos? –intervino de nuevo Marcela.
Elena sonrió mirando a la niña.
–Claro que quiero explicarles. Ninguno de ustedes puede imaginarse cuántos kilómetros ha recorrido este humilde trozo de cuerda. Antes de llegar a mis manos estuvo en posesión de un fraile menor, un franciscano. Tú sabes, como ellos van y vienen por los caminos hacia la Tierra Santa, este buen fraile pasó por Grecia muchas veces. Caterina, mi esposo y yo estábamos en Grecia de paso y quiso Dios en su providencia que nos encontráramos con este religioso, que hacía el largo viaje ya por cuarta vez. Después supe que había muerto a manos de musulmanes pero los hechos son muy complejos porque hubo también muchos muertos del lado de ellos. Lo que yo supongo, pero no le den mucha importancia, que es sólo mi suposición, es que Fray Andrés, que así se llamaba, iba mal acompañado esa vez. Iban con él unos caballeros franceses a los que no les vi ninguna devoción y sí mucha codicia.
–¿En dónde se encontraron con el fraile? –inquirió Joaquín, que ya estaba atrapado por la historia.
–En Corinto. Fue allá donde Caterina, siempre vanidosa, decidió que no quería más ese nombre, aunque fuera nombre de santa, sino que se iba a llamar Ariadna, por uno de esos mitos que tenían los griegos antiguos. Bueno, el hecho es que Fray Andrés era un hombre de mucha oración y especial devoción al Sacramento.
–¿Al qué? –preguntó el hermano de Juan.
–Al Sacramento, a la Eucaristía. ¡Ah tiempos estos de impiedad a que hemos llegado! Pero yo no soy nadie para regañar a nadie. Fray Andrés celebró con nosotros la Eucaristía y después de darnos de comulgar a todos se quedó un rato como ido, como si estuviera en otro mundo. El rostro se le iluminó con una luz que no era de esta tierra y dijo que había un mensaje del cielo para mi hija. A mí me pareció imposible porque Caterina había estado siempre atenta a todas las cosas del mundo y nunca a las cosas de Dios, peor desde luego no dije nada. El fraile añadió que Caterina había sido señalada por Dios para abrir un camino de santidad para muchos hombres y mujeres pero que antes tenía que sufrir mucho y tenía que ser purificada hasta el centro mismo de su corazón. Esas fueron sus palabras. ¡Me parece estarlo viendo cuando nos las decía!
–¿Y qué tiene que ver eso con ese lazo que cargas? ¿Era parte de su vestido? –interrogó una voz joven masculina desde el otro lado de la hoguera, de manera que Elena no le podía ver.
–Mi niño, ¡es más que eso! Este fraile nos dijo que, como señal de la verdad de esa profecía, nos iba a regalar algo de lo que nunca se había desprendido. Y entonces, para sorpresa mía, sacó esta cuerda que aseguró, poniendo sus manos sobre el altar, que había pertenecido al mismísimo San Francisco de Asís. Yo lloré de emoción. Yo pensé que se lo iba a dar a Caterina pero él me la dio a mí y añadió unas cosas en latín, que luego me explico, era algo sobre los pedagogos y los tutores, que dice San Pablo.
Y algo más quería añadir Elena pero una bandada de pájaros llegó al lugar y aun sin dejarse ver, empezaron a cantar en distintas voces y melodías, de modo que nadie podía oír nada, sino sólo esa música.