12. Un Desencuentro
Al principio Juan creyó que estaba soñando o que la pesadilla infernal seguía. Abrió los ojos que le pesaban como si tuviera losas en vez de párpados. No había rastro de los monstruos y la voz desde afuera seguía gritando, primero sólo en latín y luego en aldunense: “Miserere Mei, Domine!”
Hacía tantos años que Juan no oía aldunense que se quedó perplejo. Incorporándose notó que tenía la túnica sucia por haber trasbocado y que todo él apestaba a licor barato. Sin embargo, abrió la puerta y se encontró con un pastor muy alto y fornido, cuyas cejas se unían sobre la nariz. El pastor hizo una mueca de enfado por el hedor que salía de Juan pero no se movió un centímetro de su sitio. Por un momento los dos hombres se miraron como identificando cada cual el tipo de persona que el otro era.
Landulfo hizo su evaluación rápida: “Estoy ante un loco o un borracho empedernido. Quizá se haya fugado de alguna prisión y pasa las noches aquí espantando con su olor a los cerdos y las cabras.”
Juan fue más parco en su análisis: “Este debe ser otro ermitaño que quizá ha visto el humo de mi cocina y ha venido a saludarme. Es una pena que me encuentre en mi peor día.”
Ninguno de los dos hablaba. Se suponía que el encargo de Landulfo era averiguar por el cofre pero sentía tanta repugnancia de tratar con alguien como Juan que simplemente no se animaba a decir nada. Pero como no quería desairar a su amada idolatrada, tampoco se iba.
Juan empezó finalmente: “¿Quieres comer algo? ¿Necesitas posada?” Esto lo dijo en latín. Pésimo latín, si se quiere, pero latín, cosa que maravilló a Landulfo.
Con todo, el pastor hizo caso omiso y empezó en aldunense:
–¿Sabes que yo conocí este sitio antes que tú llegaras?
Juan respondió con otra pregunta.
–¿Estaban ya las monjas en ese tiempo?
–Por supuesto. Pero esta zona es muy peligrosa y… creo que hicieron bien en irse.
Juan respondía con total ingenuidad, desenterrando el aldunense del fondo de su cerebro.
–En años que llevo viviendo aquí no he visto mayor peligro; bueno, salvo el día de hoy.
Juan pensaba en la terrible experiencia espiritual o gastronómica que había padecido pero Landulfo pensó que se refería a él.
–¿Tengo aspecto de persona peligrosa? ¡Por lo menos yo no apesto como un cerdo!
–No, buen hombre, no me refería a eso, y te ruego disculpes mi lamentable estado. Es una historia un poco larga…
–No me interesa tu historia, por lo menos, no esa parte. ¿Te importa si nos sentamos?
Juan nunca se había preocupado de un lugar para recibir a nadie, así que sólo se le ocurrió llevarlo a la biblioteca, que tenía más de un asiento. Con absoluta inocencia hizo todo su relato, que aquí no tengo que transcribir, pues ya lo conocemos. No calló detalle alguno, aunque, guiado por un extraño presentimiento, omitió todo lo relativo al cofre. Landulfo, que sólo quería terminar prontamente su misión, estaba fatigado de oír todo eso del aprendizaje del latín y las disquisiciones de San Agustín, de modo que le espetó al final:
–Oye, en todas esas caminatas tuyas, ¿nunca encontraste un cofre dorado?
Juan no sabía mentir pero intentó hacerlo. Había algo en la mirada de Landulfo que le producía miedo. Dijo lo que se le ocurrió:
–No creo que haya habido cofre porque aquel es un lugar muy transitado; quiero decir, ese donde hallé el cadáver de Ivana, de manera que… es imposible que hasta ahora hayan encontrado ese cofre.
Landulfo se dio cuenta que la frase no cuadraba pero no dijo nada más. Se incorporó más bien de prisa y sólo preguntó con aire burlón:
–Oye, y ya que estás tan cristiano, ¿no darás de beber al sediento?
–La verdad, lo único que tengo es agua o… un poco de telga.
–¡Telga! Me recuerda viejos y buenos tiempos. ¿Me darías un poco de tu telga, monje borrachín?
Juan le sirvió casi un vaso. Landulfo lo bebió en dos sorbos grandes y preguntó si había más. Juan le sirvió otro vaso a rebosar, y el hombre se lo bebió de un solo trago. Se limpió luego los labios con la manga de la camisa y agregó:
–No se te olvide que esta zona puede ser muy peligrosa. ¡Cuídate!
Y se perdió en la noche caminando muy derecho, con pasos resueltos y sonoros. Cantaba alguna cosa en latín, pero no era un salmo.
Juan se fue a la capilla. Pasó la noche levantando una de las pesadas losas del suelo. En el hueco metió una caja de madera gruesa; dentro de ella, mucho aserrín y luego el cofre, que seguía cerrado. Finalmente puso todo en su sitio de manera que no se notara nada aunque la piedra que sellaba arriba no estaba pegada con cemento sino sólo puesta. Alguien que conociera el lugar y que hiciera palanca con una buena barra de madera podía sacar el cofre en cosa de minutos. Satisfecho de su obra, se fue a acostar cuando ya asomaba la claridad del alba. A lo lejos se oía un pájaro que Juan no había podido ver pero que ya pronto habría de salir de su ocultamiento.