11. Una Visita para Juan
El encuentro con Magdalena no sólo cambió la vida de las dos chicas sino también la de Igor. La madre de Magdalena era viuda como él y era una mujer bella de alma y cuerpo. Un día, después de una leve cena, por la misma época de las oraciones públicas que se hicieron con motivo de la muerte de Josafat, las tres amigas se reunieron aparte para hablar cosas de su monasterio. Oyéndolas uno pensaría que estaban hablando de una casa de muñecas, pero las cosas iban muy en serio, como lo demostraron los hechos subsiguientes.
Mientras ellas conversaban de su futuro, Igor y Olga, que así se llamaba la mamá de Magdalena, hacían lo propio. Olga sólo tenía otro hijo, que hacía varios años había tomado el camino de las armas, de modo que todo parecía servido para que estos dos se hicieran entrañables amigos y pronto mucho más que eso.
Ivana no describe cómo evolucionó esa relación de su papá con Olga, de modo que nos quedaremos sin saber qué estrategias de conquista usó el buen hombre y qué seducciones secretas preparó la hermosa señora. Ivana nunca explica qué había de malo en ella así que podemos suponer que simplemente era difícil para ella ver a su papá amando a una mujer distinta de su mamá.
Sea de ello lo que fuere, Magdalena se integró bien con las dos hermanas, y especialmente con Ivana que en cada reunión preparatoria tenía nuevas y nuevas ideas sobre el monasterio. Como ninguna tenía experiencia real de vida religiosa, las decisiones parecían un poco arbitrarias: “Sólo usaremos iconografía de estilo ortodoxo oriental”; “No seguiremos la costumbre del anonimato: nuestros nombres estarán visibles en cada habitación porque somos distintas y así nos hizo Dios”; “el estudio será parte de nuestra rutina diaria”; “el monasterio estará abierto a todos pero la lengua será el latín, como signo de comunión con Roma”; y así sucesivamente.
No todos los temas resultaban igualmente interesantes para Juan. Se saltó por ejemplo seis páginas de discusiones sobre cómo sería el velo y también otras tres sobre los colores oficiales de las cruces del monasterio, que al final se decidió que fueran rojas y amarillas, como de hecho las conoció nuestro monje.
Otros temas en cambio eran una genuina catequesis. Aprendió que no cualquiera consagraba el Cuerpo de Cristo y se enteró de que, por lo visto, el monasterio sólo tenía una misa al mes. Ivana, por su parte, junto con otras de avanzada, era partidaria de la reserva eucarística, y aunque era sólo una novicia cuando los hechos al final se precipitaron, fue su idea la que se impuso, de modo que el monasterio tenía un pequeño sagrario que aparecía dibujado por Calixta en una de las páginas de la crónica. Según los apuntes meticulosos de la cronista, este diseño del “Cofre para Cristo” era obra de una cierta Hermana Caterina.
Fatigado de su lectura, Juan fue a comer algo. Hizo una sopa de hierbas y sacó un par de tajadas del cerdo ahumado que guardaba en la cocina, y algo de un cereal que yo no sabría qué era. Como cosa especial para celebrar su cuarto año en ese lugar se había preparado un poco de telga. Sonriendo de su propia ocurrencia brindó en voz alta: “¡Por Aldún y por sus Villas!” La verdad es que su cuerpo desacostumbrado a ese licor respondió mal a la bebida fermentada, de modo que con un par de vasos el hombre se sentía completamente mareado.
Sin terminar de comer su porción de cerdo se fue dando tumbos hasta el segundo piso y se echó al camastro. Sintió que iba a vomitar pero se contuvo con esfuerzo sobrehumano. Siguiendo los consejos de su abuelo trató de caminar un poco y tomar aire fresco. El piso subía y bajaba como si estuviera en alta mar. Oía gritos y danzas macabras y veía que por las paredes subían unos reptiles inmensos con ojos inyectados de ira. Se sujetó a una columna tratando de no caerse y entonces vio que un gato descomunal caminaba por la baranda del segundo piso y luego saltaba al tejado, y luego caía al primer piso, y luego aparecía al lado de él y le echaba un hedor asqueroso de su boca con colmillos. Atormentado y confuso empezó a sacudir los brazos pero eso no se iba sino que le repetía primero en aldunense y luego en latín: “¡Te odio, te odio!”
El hombre logró incorporarse y caminar de nuevo hacia la escalera pero vio que no podía bajar porque una multitud de enanos deformes le hacían muecas, y luego se desnudaban entremezclándose en un ritual obsceno y frenético. El eco de esas risas espantosas le perforaba los oídos sin que pudiera hacer nada. Pensó en arrojarse por la baranda pero allí lo esperaba de nuevo el gato gigante que le echó otra vez su aliento de azufre. Juan cayó de rodillas y trató de rezar: “Miserere mei, Domine! Miserere mei, Domine!” A medida que repetía esa frase las figuras parecían alejarse pero no dejaban de amenazarle y de gritar cosas contra Cristo. Un vómito espantoso salió de la boca de Juan, que luego se aferró a las paredes de la escalera hasta llegar abajo. Allá se quedó dormido o desmayado a las puertas de la capilla.
Nada había hecho suponer que semejante visita de tinieblas le llegara a nuestro monje. No sería la única visita inesperada de ese día. Era casi el atardecer cuando alguien tocaba las puertas con insistencia y repetía en voz alta: “Miserere Mei, Domine!”