9. Mateo en Aldún
Lo último que esperaba Joaquín ese cierto día era encontrarse a Mateo; mucho menos encontrárselo en el estado desastroso en que lo vio llegar: pálido, literalmente muriendo de hambre, con solo pedazos de ropa y los ojos muy hundidos en las cuencas.
Apenas Mateo pudo hablar Joaquín entendió que ahora más que nunca tenían que ser los amigos que un día habían querido ser. Mientras le ayudaba a llegar a la casa, Mateo decía fragmentos de frases, como retratando en palabras desarticuladas el dolor físico y emocional que había tenido que vivir en esas dos semanas trágicas. Joaquín lo oía con respeto y afecto, pero le exhortaba suavemente a callar y reservar sus fuerzas. Dando tumbos Mateo logró llegar a la casa materna. Lágrimas asomaron a sus ojos, sobre todo cuando pudo abrazar a la mamá: “¡Pensé que ya no te volvería a ver!” dijeron los dos a coro sin ponerse de acuerdo.
Aquellas lágrimas fueron el principio de muchos llantos y lutos en las Villas de Aldún. Al dolor siguió una sensación de vacío, y a este vacío, un tremendo sentimiento de ira. No faltó quien hablara de venganza pero la cosa nunca llegó a concretarse; y aunque nadie supo la razón nosotros sí la sabemos: Mateo liberó sus manos casi inmediatamente después de que Landulfo y Ariadna salieron del lugar de las ovejas. Ardiendo de cólera pensó en desquitarse de Landulfo inmediatamente, y por eso asió el hacha gigantesca con que a él mismo lo habían amenazado. Cerca de la ventana esperaba el momento de atacar, pero su corazón cambió de parecer con el diálogo que oyó y que nosotros también conocemos. Por eso se limitó a dejar el hacha bajo la ventana; allí la encontró Ariadna a la mañana siguiente y, como mujer y persona muy intuitiva, dedujo bien que Mateo se había enterado de todo. De esta conclusión, sin embargo, no le dijo nada a Landulfo.
Creo que no he dicho que ellos tenían una criada, una señora mayor, de carácter muy dulce pero sorda como una tapia. Como Ariadna amaba todo lo clásico le había puesto de sobrenombre Elena, y a veces la llamaba “Elena de Troya,” aunque igual hubiera podido llamarla “Pastel de Ajonjolí” porque la pobre señora no escuchaba nada.
Alguien preguntará para qué podía servir una empleada con tan serias limitaciones. Y se podría responder que ella era una buena cocinera, lo cual es cierto, y se podría añadir que no era perezosa y ayudaba a arreglar la ropa y la casa, cosa que sigue siendo cierta, pero el motivo real de su presencia en aquella casa era su don para cuidar de los pájaros. A ella, sorda y todo, debemos el don de la música que ha acompañado a varios de nuestros personajes, incluyendo el feliz retorno de Mateo a su casa.
Ariadna amaba a Elena también por otra razón. Cuando hubo que recoger los huesos de Ivana, que nadie hubiera encontrado sin el inesperado hallazgo de Juan, fue Elena la que manejó todo con discreción admirable. Un día Landulfo volvió de su labor y antes de empezar con sus poemas y declaraciones de amor se encontró con que había una especie de altarcito en uno de los jardines de la finca en que vivían. La cosa no le pareció extraña, aunque si hubiera levantado la piedra que hacía de altar hubiera podido leer: IVANA. Pero Landulfo no era un hombre curioso y con tener a su esposa por horas para mimarla y entregarle su día, con eso ya lo pasaba muy bien. Así que si su esposa a veces se paseaba por la terraza alta de la casa y miraba hacia la colina donde se encontró el cuerpo de Ivana, y si aún derramaba lágrimas inexplicables, eso a él no le preocupaba; se preocuparía si ella le dijera que ya no quería oírlo más a él.
Nadie sabe a ciencia cierta cómo se comunicaban Ariadna y Elena; lo que sí se sabe es que se entendían de maravilla. Por eso también se sabe que, después de que Elena trajo el cuerpo de Ivana, Ariadna sólo quería saber qué había pasado con el cofre dorado. Y como la buena mujer le había asegurado no una ni dos sino tres veces que no había rastro del cofre, pero sí del anillo, y se lo había mostrado, Ariadna entonces decidió con toda astucia devolver ese anillo al mismo lugar, juzgando con acierto que el que hubiera recogido el cofre un día volvería por el anillo. Y su plan había resultado, de modo que lo que ahora seguía evidentemente era hacer una visita al monasterio.
Y ella no era la única que quería encontrarse con Juan. Lo más increíble del relato de Mateo, es decir, más que haber salido con vida de esa masacre, y más que haber sido guiado por cantos de pájaros que nunca se dejaban ver, fue que Mateo en su retorno encontró una cueva donde quedaban muchas de las cosas de Juan, o sea, las suficientes para que se supiera que al hombre no se lo había tragado el bosque sino que era muy capaz de sobrevivir montaña arriba. Esta noticia, que Mateo se cuidó de decir sólo con gran confidencia a su entrañable Joaquín, no tardó en propagarse por todo Aldún, de manera que vino a servir como medio para apaciguar los ánimos enardecidos por la muerte de los jóvenes. Finalmente el mismo Mateo se ofreció para encabezar una expedición que saliera al encuentro del monje, como lo llamaba ya la gente.