3. El Cofre
Adentro del cofre sólo había unos panecitos redondos y blancos, como las galletas que preparaba algunos sábados la otra abuela, la esposa del abuelo musulmán. Le pareció muy extraño a Juan que se conservaran esos panes en aparente buen estado, y con el hambre que tenía pensó en comerlos pero algo lo detuvo, una especie de temor. Al fin y al cabo alguien había muerto tratando de defender esos panes, así que debían tener algo especial. Cerró, pues, de nuevo el cofre, le echó llave y guardó la llave en un bolsillo de su propio y humilde vestido. Ahora el sol brillaba en lo alto y aunque no hacía calor tampoco se sentía frío. Lo único que llenaba su mente era tratar de reconstruir los últimos momentos de ese niño que por lo visto había muerto solo protegiendo unos panes.
El silencio de su cavilación fue interrumpido por el canto del pájaro oculto. Hoy tenía una melodía distinta en su pico y el aire de aquella música hacía eco entre las colinas de más arriba, así que nuestro hombre decidió buscar algo para comer para luego seguir subiendo.
De hecho, uno podía ver que, no lejos de donde había quedado el cuerpo de aquel niño, había algo como un camino que iba bordeando la colina y que se perdía hacia lo alto. Guiado por esta pista y por algunas frutas que se veían en la misma dirección, nuestro hombre fue subiendo la pendiente sin dejar de pensar en su extraño y desventurado acompañante.
Encontró que había un manantial muy alto en la montaña y vio que después seguía un terreno plano que parecía haber sido labrado en otros tiempos, pues en él no había árboles sino sólo hierba alta y maleza. A un lado de esa tierra había una cruz de madera, que se veía que había estado pintada de rojo y de amarillo. Juan supuso que no debía estar muy lejos la casa de la que salió el niño con el cofre. Sin que pudiera evitarlo el corazón se le aceleró y le sangre empezó a retumbarle en los oídos.
Detrás de la cruz sólo seguía otro camino, aunque ya mucho más trazado, y luego otra cruz, y otro camino, y así sucesivamente por espacio de varios kilómetros. A lo largo de ese trayecto, capaz de fatigar incluso a un experimentado de la montaña como nuestro solitario, aparecían, ya a izquierda ya a derecha, pequeños trozos de tierra que sin duda sirvieron para cultivo. Serían las cuatro de la tarde o cosa así cuando vio que había un terreno cercado o por lo menos con restos de lo que tuvo que ser una cerca para cuidar algún rebaño. Las muescas de lo que fue un día la puerta mostraban que el pastor llevaba la cuenta de sus animales. Juan tenía una instrucción mínima pero sabía contar hasta más de cien y allí no había sino veinticinco muescas. Sonrió recordando el remedo de escuela que había conocido en Aldún y se sintió feliz de no tener que darle cuentas a ningún profesor.
Las cosas llegaron a un punto en que nuestro hombre empezó a dudar de que pudiera regresar a su cueva. Eran tantos caminos, vueltas, cruces, campos de sembrado y lugares para pastar que su mente ya se sentía hostigada y casi aburrida. Además, el famoso cofre le estorbaba porque no podía llevarlo sino alternándolo entre una y otra mano, y ya las dos estaban cansadas.
Estaba en estas consideraciones cuando retumbó un trueno, señal inequívoca de nuevo aguacero. Levantó los ojos al cielo y suspiró con impaciencia, un poco disgustado de sí mismo, pues no se le veía final feliz a tanta fatiga.
El cielo se oscurecía con nubarrones espesos y los relámpagos se sucedían con frecuencia creciente. De repente el resplandor de un rayo que cayó muy cerca lo dejó casi petrificado. A este le siguió otro, que cayó sobre la copa de un árbol inmenso, y luego otro que cayó no lejos de una especie de torreón antiguo con gran ruido. Así vino Juan a saber de la existencia del monasterio.
Un poco por refugiarse de la lluvia fría y otro poco por buscar cobijo para la noche se apresuró hacia la vieja construcción de piedra. En la puerta había un mensaje en letras adornadas. Él pudo descifrar las letras, aunque con trabajo: “MISERERE MEI, DOMINE.” El significado de la frase se le escapaba, sin embargo.
Por un estrecho corredor de entrada llegó a un patio interior. El diseño era sencillo y el edificio se conservaba mucho mejor de lo que uno esperaría en tales circunstancias. Nada más entrar, se veía al fondo una imagen borrosa de una mujer, sin duda la Virgen María, pintada a la usanza adusta de los iconos orientales. Debajo de la imagen había un espacio ennegrecido que tuvo que haber servido para que ardieran algunos cirios o candelas.
La torre que había sido revelada por el rayo terminaba en una cruz, pero la cruz no estaba completa de modo que más parecía una T. El viento jugaba entre las habitaciones de la construcción de dos pisos produciendo silbidos y súbitos silencios, aunque la escena inspiraba más paz que otra cosa.
Movido de curiosidad, Juan empezó a recorrer la construcción sin plantearse siquiera la posibilidad de que hubiera alguien ahí. En el piso de abajo había un comedor, una cocina, un lugar para la ropa, otro sitio que parecía otra cocina, una biblioteca pequeña pero de grato aspecto, un depósito de cosas viejas, un par de salas y un salón grande con sillas a ambos lados y una mesa en frente.
El piso de arriba, por su parte, era todo de habitaciones. Juan las fue contando, hasta llegar al número quince. Eran pequeñas, muy pequeñas –“como para niños,” pensó Juan– y muy semejantes unas de otras: un camastro, una mesa, un taburete. En varias de ellas había imágenes pintadas en las paredes. Todas representaban a Cristo o a la Virgen, excepto una que decía con letras torpes: “SANCTUS IOSAPHAT.” Juan sonrió al reencontrarse con el amigo de la abuela cristiana.
Por fuera, las habitaciones tenían unas tablas con nombres: Ivana, Calixta, Felicitas, Águeda, Maria, Blandina, Magdalena. Los demás nombres eran irreconocibles. Juan, que poco sabía de nombres de personas, no sabía si estos eran de hombres o de mujeres, y como tampoco nadie le había hablado de vida en monasterios, él pensaba que esta era una familia grande y se imaginaba que ahí tenía que haber hombres y mujeres. Se encariñó con el nombre “Ivana,” que él se imaginó que era de hombre, y entonces se dijo: “Yo voy a ser Ivana.” Esa noche se quedó en la habitación que había sido de Ivana y durmió como un bebé. Lo último que vio fue la imagen maltrecha de San Josafat.
Lo despertó el canto del pájaro escondido. El nuevo día mostró un cuadro menos atractivo que el de la tarde. Todo el polvo, el moho y el rastro de ratas y murciélagos se dejó ver. Pero la casa seguía siendo bastante decente y en todo caso mucho más agradable que la cueva donde Juan, que ahora se llamaba a sí mismo “Ivana,” había pasado los últimos años.
Aquella mañana nuestro amigo hizo varios descubrimientos. Ante todo, se percató que no es que hubiera dos cocinas sino que la segunda, la más pequeña, sólo se usaba para hacer panecitos redondos. En uno de los cajones de esa supuesta cocina quedaban restos ennegrecidos y casi irreconocibles de los panes redondos. Le pareció extraño a Juan que los que habían estado enterrados se hallaran en mejor condición. “Quizá es un pan mágico y por eso ese niño entregó la vida defendiendo el pan mágico,” pensó.
Lo otro que descubrió es que la parte mejor conservada de la casa era la biblioteca. No que tuviera muchos libros sino que estaban puestos en mucho orden y algunos cubiertos con telas o cueros, en esfuerzo evidente por evitar que la humedad los dañara.
Sin más formulismos tomó posesión del antiguo monasterio, se olvidó de la Villa de La Esperanza y decidió que era muy interesante aprender a leer bien. Desde el principio lo que más le llamó la atención fue un volumen que estaba incompleto y que tenía pocos dibujos y tintas comparado con los demás. Iba organizado por fechas y según “Ivana” aprendió después, en su primera página decía: “Empieza aquí la crónica del Monasterio de Cristo Todopoderoso…” Esa obra le serviría para conocer la vida de las anteriores habitantes del lugar. Fue así como decidió ser un ermitaño y como aprendió, con gran sonrisa, que no debía llamarse “Ivana,” sino que empezó a llamarse “Iván.”
Cuanto más leía más quería aprender. Ya no se sentía solo. Era como si las monjas se hubieran ido a un largo paseo y un día cualquiera fueran a regresar. Entendió entonces que lo que había encontrado más abajo, en el bosque de los árboles gigantes, no era un niño sino el cuerpo de una monja que evidentemente había salido huyendo aprisa. Pero, ¿por qué?