Vamos a suponer que hay dos naciones, A y B. Los ciudadanos de cada nación eligen a sus gobernantes que por supuesto dependen de los votos de sus electores. El gobierno de A decide endurecer las condiciones para que un ciudadano de nacionalidad B pueda entrar al país A. Esto parece gustar a los electores porque les da sensación de seguridad.
Pero en A existe un mejor nivel de vida y mejores condiciones de educación y trabajo, entonces cada vez más ciudadanos de B tratan de superar las barreras para llegar a la nación A y establecerse en ella. Es tiempo de elecciones en A y el candidato que logra la mayor votación es el que propone medidas draconianas para frenar, sea como sea, a la mayor parte de la inmigración desde B. Sobra decirlo, es este el candidato que gana democráticamente.
La condiciones en B se han deteriorado pero el sistema educativo se sostiene. En clase, los niños de B aprenden que “todos los seres humanos nacen iguales” que es lo mismo que aprender los niños en A. Al fin y al cabo, los de B pueden también votar, aunque no tiene sentido que voten por una restricción de entradas de los ciudadanos de A porque la moneda de A es más fuerte.
Resulta así que la democracia de A, en la que nunca podrán participar los de B, determina muchísimas cosas de la vida en B. Cosa que se me parece a las cortes de otrora, aunque sin verle la cara al rey.
Postdata: ¿ha dicho algo el Magisterio de la Iglesia sobre este asunto? Disculpen mi ignorancia.