Los ratos que he pasado cerca del lugar donde la Virgen cambió para siempre la vida de los pastorcitos, y la de Fátima, y la de millones de personas, esos ratos, digo, he visto desfilar ante mis ojos, con rostro y con toda su realidad, a mi familia, mis amigos, la Orden Dominicana en Colombia y en Irlanda, las Vírgenes Seglares, la Asociación Kejaritomene, el Movimiento Sanctus, el Seminario Menor “San Gabriel”, la lista de “Amigos en la Fe”, decenas de sacerdotes y religiosas, familias enteras de conocidos o de personas que han pedido oración…
Le he dado gracias a Dios por mi vida, pues la campana del Santuario me saluda cada hora: “El Trece de Mayo…” Es una sensación rara. No puedo dejar de juntar el 13 de Mayo de 1917, el 13 de Mayo de 1965 y el 13 de Mayo de 1981. Miro la bala que iba a matar a Juan Pablo II, la bala que rompió su carne pero no su resolución de servir a Dios hasta el último aliento. Desde luego he orado por el Papa: por Juan Pablo II y por aquel que tenga la dura misión de tomar el timón de la barca de Pedro.
Sin embargo, aparte de una inmensa gratitud, ningún otro sentimiento o claridad especial ha llegado a mí, ni tampoco espero que sucedan cosas extrañas. Ya es bien extraño y maravilloso que Dios haya dado a su Hijo para que todo el que cree en él tenga vida eterna.