Una cosa es el problema y otra cosa es el adversario. El adversario no es un problema ni el problema es un adversario. Más bien hay que decir que el adversario es aquel que resuelve el problema por un camino que excluye nuestra solución del mismo problema. Cuando esto se entiende uno deja de atacar al adversario y se dedica a buscar una mejor solución para el problema. Pues los que tienen que luchar no son mi adversario y yo sino su solución y la mía.
En esta sociedad que se precia de su civismo y su altura humanística es muy fácil perder cuando uno lucha contra un adversario. Se pierde no por falta de razones sino por desgaste. Este mundo democrático funciona como la esgrima: cada lance que haces deja al descubierto algo tuyo. Cuando más atacas más muestras las ganas de mandar. Cuanto más criticas más muestras tu aspecto más egoísta y violento, y más cuestionable te vuelves tú mismo. La democracia no funciona atacando adversarios sino atacando problemas. Repito: tienes que mostrar que conoces mejor los problemas y que puedes solucionarlos mejor.
Yo pienso que estas lecciones elementales no las está aprendiendo mucho la Derecha en España; ni tampoco la Iglesia Católica. Con demasiada frecuencia el estilo ha sido tratar de “encarar,” “denunciar,” “confrontar.” Hay católicos de la mejor raigambre y las mejores intenciones que sueñan con discursos contundentes que lleven al gobierno de izquierdas a salir en retirada, medio confuso, medio avergonzado, mientras las huestes sanas del Catolicismo toman posesión de las oficinas, ministerios y despachos.
Esa imagen no se va a dar, ni en España ni en lugar alguno de Europa. La escena gloriosa del retorno de la fe al poder se apoya en que las armas de la fe, a saber, su razonamiento impecable y su probidad moral, entrarán en noble y franca lid contra el adversario… ¡y ahí está el error! Cuanto más pretende “atacar” la Iglesia, o por lo menos ese modelo de Iglesia, más fácil le queda la tarea a los atacados. En realidad sólo tienen que hacer lo que está haciendo Rodríguez Zapatero, a saber, pronunciarse en términos como estos: “A nosotros no nos interesa atacar a nadie; sencillamente el país es de todos y para todos, y mientras ustedes como creyentes respeten a los demás también podrán esperar ser tratados con respeto.”
Lo maravilloso de esa respuesta, que no es otra cosa sino el “buen talante,” es que deja a la Iglesia, a los seguidores del Cordero, en la ridícula posición de atacar a un gobierno que sólo dice querer que en el país quepan todos. Y en esa manera de hablar no está solo el presidente del gobierno español: es lo mismo que cualquier adversario inteligente de la Iglesia dirá y repetirá. Es la estrategia de socialistas, masones y laicistas en toda Europa: “No os estamos atacando; así que, sosegaos, y partid ya de vuelta hacia la sacristía.” Y la Iglesia no ha encontrado cómo responder a esa trampa dulce, a ese lenguaje cortés pero firmísimo.
La respuesta sin embargo existe: deja de ocuparte de adversarios y ocúpate de problemas. Atención: los adversarios dicen que nos devolvamos a la sacristía, es decir, que recluyamos en lo privado la fe; nosotros no nos devolveremos a lo privado porque lo “privado” es un invento de la filosofía moderna; un invento que acompañó, impulsó y fue potenciado por el mismo humanismo que termina concibiendo la construcción del hombre sólo en términos de la tumba de Dios.
No nos devolvemos, pues, a “lo privado” pero sí a “lo propio.” Y lo “propio” nuestro es el “problema” que la fe viene a resolver. La fe no es un decorado social ni una ilusión individual. La fe resuelve algo. Centrémonos en eso. Hagamos bien esa tarea, y pronto incluso nuestros adversarios descubrirán que todas sus cortesías sobran y que sólo Cristo hace falta.