Recuerdos (1)

Mi papá recuerda una anécdota de mis primeros años de secundaria. Temprano en la mañana, mis hermanos y yo debíamos prepararnos para ir al colegio. Para agilizar mi propio tiempo yo acostumbraba hacer una contero hacia atrás, que iba diciendo en voz alta; por ejemplo: “300, 299, 298, 297…”. La idea era estar bañado, arreglado y listo antes de llegar a cero. Como yo llevaba esa cuenta en voz alta, porque no tenía un cronómetro a mano y si lo tuviera no creo que lo sometería a una ducha diaria, un día mi mamá me pilló con la extraña letanía de números en descenso. Le preguntó ella en voz alta a mi papá que qué era eso y él respondió lo único que podía responder: “No sé; hace días está con una cuenta regresiva…”

Es un relato intrascendente pero revela algo que sé que me ha acompañado incluso desde la infancia: la conciencia de un tiempo finito, de una cuenta que se agota, de un límite que está “ahí” y al que nos vamos acercando. O dicho de otro modo: la muerte.

Los años han pasado y me convenzo de que la certeza del tiempo finito (eso suena menos escandaloso que “la muerte”) ha guiado mi vida hasta en detalles muy pequeños y laterales. Saber de la muerte es el camino más directo para valorar la vida.

En mis primeros años de fraile tuvimos un profesor de economía, tema del que tuvimos realmente sólo una introducción. El hecho es que este hombre introdujo su materia destacando que la economía se ocupa de los bienes finitos y necesarios, pues son estos los que están sujetos a las leyes de oferta y demanda, y también de acumulación, préstamo o renta. Sobra decir que pensé en la vida misma y sobre todo en mi vida.

Otros autores han escrito y predicado con acento solemne y casi dramático sobre la muerte. Cosas como aquello del número de días, que se parece tanto a mi cuenta regresiva de los años infantiles: si voy a vivir unos 40 años más, no me quedan más de 15000 días. Y cada día, uno menos. Sé que a algunas personas estas consideraciones les angustian o fastidian. A mí me causan fascinación y me devuelven al cauce principal de mi vida.

Mis 15000 días (¿o serán menos?) no pueden perderse. Son un regalo irrepetible; son todo lo que tengo en realidad.