Durante estos últimos días he tenido buen cuidado en dos cosas: primera, no dar opiniones ni habladas ni escritas sobre las elecciones presidenciales en los Estados Unidos; segunda, oír ponderada y atentamente cualquier opinión sobre esas mismas elecciones.
Con esa disciplina sobre mi boca, para no opinar, y sobre mis oídos, para escuchar, puedo asegurar que en Europa no he encontrado una sola persona que públicamente respalde a George W. Bush. Privadamente, en un par de conversaciones (chats) sí he oído respaldo al actual presidente estadinense, pero en público, sobre todo en ese público que son las columnas de opinión en los diarios, Europa se presenta como radicalmente anti-Bush.
Cosa que ahora trae un rompecabezas para las sesudas mentes del Viejo Continente: cómo explicar lo que parece a estas horas (9.13 AM, GMT) la inevitable reelección del mandatario del otro lado del Atlántico.
No es el primer rompecabezas que les llega desde aquellas costas. Aquí nadie entiende que cómo es que la religión puede tener tanta influencia en el común de la gente y en los líderes mismos. Ni se entiende cómo es que la ONU queda burlada y Kioto nunca fue suscrito. Ni se entiende cómo es que el proyecto de Irak fracasa de principio a fin, Michel Moore triunfa con sus Farenheit, y sin embargo los demócratas nunca llegan a liderar las encuestas contra Bush. Ni se entenderá cómo es que Cataluña trata de asimilar todo aspecto del matrimonio homosexual con el heterosexual mientras las mismas elecciones de ayer en EEUU (que no eran sólo para presidente) han rechazado por márgenes inmensos el matrimonio homosexual en once estados simultáneamente, dando con ello de paso un fuerte apoyo a la enmienda constitucional que Bush propone. Nada de eso se entiende por aquí. Todo eso se vuelve misterio escondido que a veces se mira con desprecio, porque se supone que la civilización está más de este lado que del otro del Atlántico, y a veces con un rastro de humildad, porque, dígase lo que se quiera, Europa también tiene que aprender a negociar con el gigante americano.
Yo no soy nadie para resolver tantos misterios abstrusos. Pero quizá sirva recordar cómo son o cómo eran los grandes imperios cuando estaban en ascenso y cómo fueron y se volvieron cuando entraron en barrena. Quizá ni son mejores los americanos ni peores los europeos; quizá sólo están representando a lo vivo, ante nuestros ojos asombrados, qué significa sentir que un imperio vale o empezar a arrendarlo.