Una de las nociones esenciales al pensamiento científico es la de objetividad. Se supone que la ciencia moderna puede tomar la palabra y alzar la voz por encima de otras voces porque goza de neutralidad: su mensaje viene sólo del objeto conocido. Es el poder de la objetividad. Si alguien carece de esta cualidad, si alguien tiene que oír: “lo tuyo es muy subjetivo,” ya sabe que su postura no saldrá avante y que su discurso está perdido.
Por ese poder tan grande de que disfruta la objetividad es natural preguntarse sobre qué se asienta. Los resultados de un análisis semejante pueden causar más de una inquietud, como veremos.
La objetividad se apoya en la claridad. Un objeto que no es claro no puede servir de base como “objetivo.” Y la claridad misma es una fuente inagotable de problemas.
Yo parto de la base de un recuerdo sencillo, autobiográfico. Al parecer, desde muy niño fui miope; pero yo no lo sabía. Sencillamente yo creía que todo el mundo veía así; no se me ocurría que se pudiera ver de otra manera. Un día tomé un autobús equivocado, porque mi miopía no me dejó ver bien su rótulo. Entonces mi familia se preguntó por la salud de mis ojos, y de ahí, hasta el día de hoy, vienen mis gafas.
¿Y qué hubiera pasado si mis papás hubieran sido miopes también? ¿Y qué pasaría si en una ciudad o en el mundo entero todos fueran miopes? ¿Existiría siquiera la palabra “miopía”? ¿No podría ser el caso entonces que hay “enfermedades de la claridad” que no conocemos y para las que carecemos de nombre sencillamente porque todos las padecemos?
Este tipo de pregunta se hace más agudo cuando uno compara nuestros órganos sensoriales con los de los animales. Un águila, un búho o el modesto gato de casa tendrían muy buenas razones para considerar nuestros ojos como irrmediablemente “enfermos” y sobre todo faltos de claridad.
Otro tipo de preguntas vienen del lenguaje. Admitamos, sin entrar en mucha discusión que el lenguaje científico es claro. Al fin y al cabo, los científicos gastan mucho tiempo tanto en el sustento de la evidencia fáctica como en la clasificación exacta de los conceptos que dan razón de ella. Es de esperar que su lenguaje sea bastante estable y de fiar. El problema es qué hacemos con todo el lenguaje que no cabe en ese molde, que es como decir casi todo el lenguaje en que vivimos y que en cierto modo somos.
La pregunta es: Si algo no puede precisarse al modo científico, ¿no existe? Y si no existe, ¿qué es el lenguaje científico sino una creación arbitaria, puesto que parte de la nada? No hay remedio: hay que admitir que al lenguaje de la ciencia le precede un lenguaje más pobre que el de ella pero indispensable para que ella misma exista. Es como estudiar en la ciudad con el dinero de papás campesinos.
Y las preguntas siguen: ¿qué magia es la que transmuta un lenguaje impreciso, en el que no es posible confiar, en una herramienta universal y estable? Esa “magia” logra lo mismo y ne el mismo grado siempre o el concepto riguroso pervive con su antepasado borroso y poco claro? Y en últimas: ¿qué ganamos y qué perdemos cuando formalizamos? ¿Son malos todos los malos entendidos? ¿No son acaso ellos los que nos autorizan a pasar de uno a otro sentido y alcanzar metáforas, poesías, analogías y sueños?