Ochenta y dos años. La mirada cansada pero tranquila y tranquilizadora; pero se va apagando. Leo se muere. Se nos muere. Vive a unas cuantas habitaciones en este mismo corredor. Los más jóvenes de la comunidad, los estudiantes, le quieren mucho y he visto que al llegar de vacaciones le buscan para contarle sus cosas. Les va a hacer una falta terrible.
La verdad es que Leo tienes (¿o tenía?) un modo muy particular de atender a la gente, sobre todo en la confesión. Tuve ocasión de confesarme con él unas dos o tres veces y me llamó la atención su estilo al decir: “En realidad, no hay en esto motivo de angustia.”
Una vez me vio como mal de ánimo y me dijo: “Esto que estás viviendo es temporal y no es todo lo que tú eres. Pasará esta tormenta y descubrirás mejor quién eres y cómo eres.” Esas palabras, si Dios no dispone otra cosa, serán el testamento que me deja Leo. Oremos por él. Todo indica que en cosa de horas entregará su alma al Creador. Poco antes de salir para la clínica, a esta intervención quirúrgica de la que no ha regresado a la conciencia, vi sus ojos: ya no miraba aquí, ya buscaba otra luz y otros ojos.