Están de acuerdo los científicos en que la vida surgió del mar. Y están de acuerdo los poetas en que del mar sigue naciendo vida. Sencillamente es imposible contemplar la inmensidad de las aguas sin asomarse a los inmensos abismos de la existencia, de la vida y de la belleza.
Hoy fui con mi hermano y su familia a una playa. Haciendo cuentas, tenía yo cerca de 21 años de no entrar a las aguas del mar y bañarme en ellas. En todo caso, nunca me había bañado en el Océano Pacífico, como sucedió esta vez. Por cierto, para mi gusto, ese nombre de “Pacífico” no le queda bien porque sus aguas son más revueltas y sus olas más fuertes que las que había conocido en el Caribe. Lu temperatura era bastante fresca, casi fría, pero muy deliciosa.
Caminando por la playa me hizo falta Jesús. Tú sabes: uno ve las aguas y la orilla y puede recordar sin dificultad muchas escenas sugestivas y hermosas del Evangelio. Miro las huellas de mis pies en la arena, apenas por un instante, antes que el agua las borre, y pienso en el Pescador que anduvo nuestras playas y que para muchos es sólo como un recuerdo lejano.
Caminando por la playa me transporté también a los años de infancia y adolescencia: los años de Cartagena, en el Convento de las Hermanas de la Presentación, con el mar como vecino de casa. Y los almuerzos de familia (mojarra, casi invariablemente) en Puerto Colombia o Pradomar. Horas de sol, de agua, de viento y de risa, horas colmadas de esa despreocupación medio irresponsable que a veces, ya de adultos, quisiéramos saborear de tanto en tanto.
Caminando por la playa del Pacífico de Estados Unidos pensé en la otra playa, a miles de kilómetros: la del lejano Oriente. Nunca he estado ahí. ¡Qué mundo tan distinto: China, Japón, Rusia! ¿Será posible que en este preciso momento alguien allá esté preguntándose cómo es el mundo de este lado? Miro entonces hacia el horizonte como si algún japonés pudiera sonreírme. Me siento un poco tonto. Y siento además que nos falta demasiado por orar y conocer a nosotros los cristianos occidentales, porque la fuerza de la gracia ha hecho muy poco en esas otras playas, un día santificadas por la sangre de tantos mártires.
Las olas golpean con fuerza. Los pájaros vuelan majestuosos y ajenos. El viento trae una canción cuya letra no alcanzo a distinguir en el murmullo de mis venas.
El mar es alegre pero tiene una nota de tragedia. La vida está en sus entrañas pero la muerte no le es lejana. Las aguas son transparentes y misteriosas a la vez: nada ocultan si tú tomas un poco en la palma de tu mano pero nada dejan ver si las retornas a su propio sitio. Tú puedes jugar con el agua pero es difícil saber en qué momento es el agua quien está jugando contigo.
El mar te invita a callar ante su grandeza y te obliga a hablar ante su belleza. Nada te pregunta y nada te responde; y sin embargo, sentirás que estás conversando cada vez que una ola desfallece, como si una duda fuera absuelta, y sentirás que el agua te escucha cuando recoge tu lamento y lo lanza en espuma al cielo.