Elogio breve de Irlanda (6a. parte)

Cuando los líderes de la revuelta independentista de 1916 querían ganar gente para su causa, utilizaron su arma secreta: hojas volantes con poemas sobre Irlanda. Acudieron también a un recurso de especial ternura: dibujar a su país como una dama, hermosa y joven, pero encadenada.

La belleza de la palabra y la belleza de esa mujer, sólo triste por carecer de la libertad que lleva en sus venas, hicieron la obra, y muchos irlandeses, hombres y mujeres, lucharon para que el sol naciera sobre un país diferente, soberano y fiel a su propia identidad.

Los recursos luego tuvieron que cambiar. Ya no parece tan bella ni tan romántica la guerra de guerrillas que hostigó hasta el final a los británicos, que negociarían en 1924 la independencia para su antigua colonia irlandesa. No debe olvidarse sin embargo, que, aún detrás de los actos de hostigamiento o franco terrorismo, el lenguaje que encendió la mecha fue el de unos versos y el de una joven mujer en cadenas.

Irlanda tiene sensibilidad por la belleza. Ya he comentado en otro lugar que su escudo no tiene cañones, ni garras, ni mirada fiera, sino un arpa. Los billetes que usaron hasta no hace mucho tenían la efigie de una dama, de nuevo joven y hermosa, no la de ningún gran general o ilustrísimo estadista.

El amor por la belleza es amor también por la armonía. La inteligencia que más valora un irlandés no es la del genio solitario, como el Newton inglés; ni la del especulativo profundo, como el Hegel alemán; ni la de un teórico omnicomprensivo, como un Aristóteles; ellos prefieren la inteligencia social y emocional, aquella que hace que alguien pueda ser a la vez cercano y maravilloso; encantador, brillante y muy humano. Siempre que elogian a su actual presidenta lo hacen por cualidades como esas, y siempre que recuerdan a los grandes hombres y mujeres de su historia, lo hacen porque supieron hacer armonía y producir belleza.

La gente de esta isla verde y bella desconfiará de quien no sepa guardar silencio ante un atardecer, quien no tenga nadie por quién suspirar, quien no recuerde ninguna melodía de antaño, quien no haya intentado, quizá en vano, escribir algún verso o dibujar un paisaje. No tengo que decir cuánto me gusta y cuánto elogio este aspecto del pueblo irlandés.

Sé que ellos no son perfectos ni pretenden parecerlo. Muchas de sus cosas pueden cansar, como sucede con todos los pueblos de la tierra, y yo mismo no sé si viviría aquí muchos años más, si de mí dependiera. Lo que sí sé es que Dios ha bendecido con gracias especiales esta tierra, y para mí es una gracia pisarla, reconocerla y aprender a amarla.